22.

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-Aún no empezamus -dijo-. Hubiéramos empezadu enseguida, pero en mandándote a las fieras no había necesidad.

Hizo una pausa y frotó contra Palo un pie descalzo y sucio.

-¿Dónde vives, pues?

Nora se dio un manotazo en el brazo para matar a un mosquito y se restregó la gotita de sangre de la picadura.

-No sé -confesó-. Me han dicho que esté de vuelta en el Edificio cuando den las cuatro. Tengo que recoger mis cosas -y soltó una risa leve-. No es que tenga mucho que recoger. Mis cosas se quemaron.

Mat sonrió.

-Tengu yo algunas guardadas -dijo feliz-, que las mangué de tu barraca antes de que la quemaran. No te lo dije hasta ver qué pasaba contigo. Desde el camino, más allá de la matanza de los cerdos, los compañeros de Mat le llamaban impacientes.

-Ahora nos hemos de ir, Palu y yo -dijo-, pero para las cuatru te traigu las cosas. A las escaleras, ¿vale?

-Gracias, Mat. Quedamos en la escalinata.

Sonriendo, Nora le vio correr hacia sus amigos, levantando el polvo del camino con sus piernas flacas y costrosas. A su lado trotaba Palo, meneando su resto de rabo torcido. Nora siguió atravesando la multitud y dejó atrás los puestos de comida y el griterío de las mujeres que discutían y regateaban. Los perros ladraban, y en el camino había dos que gruñían y se enseñaban los dientes por una piltrafa caída.

Cerca de ellos un niño de pelo rizado los miraba con atención, y de pronto saltó ágilmente entre los dos, echó mano a la piltrafa y se la metió en la boca. Su madre, que había estado distraída comprando, al volverse y verle entre los perros le apartó de un tirón y le propinó una sonora bofetada.

El crío sonrió malignamente, masticando con avidez lo que había recogido del camino.

El taller de tejido estaba más allá, en una agradable umbría entre árboles altos. Allí el ambiente era más silencioso y más fresco, aunque había más mosquitos. Las tejedoras, sentadas a los telares, saludaron a Nora al verla llegar. "Hay mucho que recoger", le gritó una, señalando con la cabeza mientras sus manos seguían trabajando.

Era el trabajo que Nora solía hacer, la limpieza. Todavía no se le permitía tejer, aunque siempre se había fijado atentamente en cómo se hacía y pensaba que sería capaz de hacerlo si la necesitaban.

Hacía muchos días que no iba por el taller, desde la enfermedad y la muerte de su madre.

¡Habían pasado tantas cosas! ¡Tantos cambios! Pensó que seguramente ya no iría más, ahora que su situación parecía ser otra. Pero, ya que la recibían con simpatía, recorrió el taller recogiendo las hilachas del suelo, entre el golpeteo de los telares de madera en movimiento.

Uno de ellos no hacía ruido; no había nadie trabajando en él. Contó y vio que era el cuarto desde el fondo. Allí solía estar Camila.

Se detuvo junto al telar vacío y esperó a que la tejedora de al lado hiciera una pausa para ajustar la lanzadera.

-¿Dónde está Camila? -preguntó Nora con curiosidad. A veces era normal que las mujeres se ausentasen durante algunos días, para casarse, para dar a luz o porque temporalmente se les asignaba otra tarea.

La tejedora le lanzó una mirada sin dejar descansar las manos, y sus pies volvieron a mover los pedales.

-Se resbaló y tuvo una mala caída en el arroyo -dijo señalando hacia allí con la cabeza

-. Estaba lavando y había musgo en las piedras.

-Sí, es un sitio resbaladizo -bien lo sabía Nora, que más de una vez se había resbalado

en el lavadero del arroyo.

La mujer se encogió de hombros.

-Se rompió el brazo de muy mala manera. No tiene arreglo. No lo puede poner derecho. Ya no vale para tejer. Su marido se lo intentó estirar con todas sus fuerzas porque la necesita.

Por los hijos y todo eso. Pero lo más seguro será que la lleven al Campo. Nora se estremeció, imaginándose cómo tuvo que dolerle el brazo roto a Camila cuando el marido intentó ponérselo derecho.

-Cinco hijos tiene Camila. Ahora ya ni puede atenderlos ni trabajar. Los darán. ¿Quieres tú uno? -la mujer sonrió mostrando los dientes. Tenía pocos.

Nora negó con la cabeza, y sonriendo lánguidamente siguió su recorrido entre los telares.

-¿Quieres su telar? -gritó la mujer a sus espaldas-. Alguien tendrá que ocuparlo. Tú ya podrás tejer. Pero Nora volvió a menear la cabeza. Antes sí quería tejer. Las tejedoras siempre habían sido buenas con ella. Pero ahora su futuro parecía distinto.

Los telares seguían golpeteando. Desde la sombra del taller, Nora vio que el sol empezaba a bajar. No tardarían en dar las cuatro campanadas. Se despidió con la cabeza de las tejedoras, y dirigió sus pasos por el camino hacia el lugar donde había vivido con su madre, el lugar donde había estado su barraca, donde estuvo el único hogar que había conocido. Sentía la necesidad de decir adiós.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora