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—"Y ahora su madre ha muerto. E incluso hay motivos para creer que su madre pudo portar una enfermedad que ponga en peligro a otros... y las mujeres necesitan el lugar donde estaba su barraca. No hay sitio para esta niña inútil.No se puede casar. Nadie quiere a una tullida. Ocupa espacio y gasta comida, y causa problemas de disciplina con los niños, porque les cuenta historias y les enseña juegos, y de ese modo alborotan y molestan en el trabajo...".

 Aquello no se acababa nunca. El defensor recitaba las acusaciones de Vandara, y una y otra vez volvía sobre la enmienda según la cual se podían hacer excepciones. Pero Nora notó un cambio de tono. Una diferencia sutil pero palpable. Algo había ocurrido entre los miembros del Consejo cuando se retiraron para almorzar.

 Vio que Vandara se removía inquieta en su asiento, y dedujo que también su acusadora notaba la diferencia. De pronto, aferrando el talismán de tela de su bolsillo, se dio cuenta de que su calor y su consuelo habían vuelto.

En sus escasos ratos libres era frecuente que Nora hiciera pequeños experimentos de bordado con colores, sintiendo una emoción en los dedos a medida que crecía su sorprendente habilidad. Usaba trocitos de tela de los telares. No era una transgresión. Había pedido permiso para llevarse los recortes a su barraca.

 A veces, satisfecha con el resultado, enseñaba la labor a su madre y recibía una sonrisa fugaz de orgullosa aprobación.
Pero más a menudo sus esfuerzos eran decepcionantes, productos desiguales de una niña que todavía estaba aprendiendo; lo normal era que tirase sus experimentos. Aquél, el que ahora tenía entre los nerviosos dedos de la mano derecha, lo había hecho durante la enfermedad de su madre.

 Sentada desvalidamente junto a la moribunda, se inclinaba a cada rato para acercarle agua a los labios. Le alisaba el pelo, le frotaba los pies fríos, y sostenía sus manos temblorosas, sabiendo que no podía hacer nada más.

Mientras su madre dormía con sueño agitado, ordenó los hilos teñidos del cestillo y empezó a entretejerlos en aquel pedazo de tela con una aguja de hueso. Eso la serenaba y era una manera de pasar el tiempo.

Los hilos le empezaron a cantar. No era una canción con palabras ni con notas, sino un latir, un palpitar en sus manos como si estuvieran vivos. Por primera vez sus dedos no dirigían los hilos, sino que los seguían obedientes. Podía cerrar los ojos y limitarse a sentir cómo la aguja atravesaba la tela, empujada por la vibración apremiante del hilo.

Al oír que su madre murmuraba, se inclinó con el agua y le humedeció los secos labios. Hasta ese momento no bajó la vista a la pequeña franja de tela que tenía en el regazo. Era radiante. A pesar de la poca luz que había en la barraca —ya anochecía—, los oros y los rojos palpitaban como si el propio sol de la mañana hubiera enhebrado allí sus rayos. 

Los brillantes hilos se entrecruzaban en un dibujo intrincado de bucles y nudos que Nora no había visto nunca, que habría sido incapaz de inventar, que jamás había conocido ni le había descrito nadie.

Cuando su madre abrió los ojos por última vez, Nora le acercó el vibrante retazo de tela para que la moribunda lo viera. Catrina ya no podía decir palabra. Pero sonrió. Ahora era como si aquel trapito, escondido en su mano, le transmitiera con su latido un mensaje silencioso. Le estaba diciendo que aún había peligro. Pero también le estaba diciendo que se iba a salvar.

En Busca Del AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora