Capítulo 1
Ahí estaba el niño.
Corriendo con la pelota roja en sus manos, el niño reía mientras su hermano mayor lo perseguía. Brincaban sobre el sillón, sobre el viejo colchón en el piso, daban vueltas alrededor de la vieja mesa de madera podrida, se aventaban las viejas almohadas pintadas por la suciedad de los años, tropezaban con el montón de cobijas tiradas en el piso. Después se quedaron en silencio. El pequeño se sentó en el sillón, lanzando al aire la pelota roja, atrapándola mientras caía. El mayor se dirigió a la ventana rectangular, sujetó el rifle que nunca había disparado y observó por un pequeño espacio libre de periódico y madera en la ventana, para asegurar que no había nada de que temer.
—Ya me aburrí —dijo el niño pequeño desde el sillón recostándose sobre su pelota roja.
— ¿Y qué quieres que haga?
—Regresa a jugar conmigo.
—Fue suficiente por hoy Matt.
Y así pasaron las horas. El padre llegó en la noche, como cada día, con la mochila vacía. El pequeño de seis años corrió, con un brillo en sus ojos, con una sonrisa en su rostro, y con la pelota roja en sus manos. El padre lo alzó, con una enorme sonrisa, una mirada desgastada, un rostro cansado. Después lo bajó, y le ordenó al pequeño que se fuera a dormir a su cuarto. Y así, el pequeño corrió por el estrecho pasillo del departamento, hasta llegar a la última, y única, habitación del lugar.
El padre volteo a ver al mayor, de apenas diez años y con un movimiento de cabeza le contestó al hijo la pregunta de cada día: ¿Algo nuevo? Nada.
Pasaban así sus días, sus semanas, sus meses. Las horas se hacían eternas, los días monótonos. El mayor aprendió a cargar el rifle, el pequeño, a inflar su pelota cada vez que esta se quedaba sin aire.
Las sombras nunca aparecieron. Ninguno de los niños tuvo que disparar alguna vez en su vida. Su padre salía a la ciudad, dejando a sus hijos uno, dos o hasta tres días, para volver con migajas y comida podrida en su mochila. Los niños aprendieron a identificar las horas por la posición del sol, observaban como la lluvia caía, como la maleza crecía, para después secarse con el calor del verano y el efecto del otoño. Llego el invierno, las calles se llenaban nieve, mientras los pequeños se envolvían en las cobijas en las que dormían.
—Nos iremos de aquí.
Les dijo una tarde el padre, mientras jugaba con su hijo pequeño lanzando la vieja compañera del niño, la pelota roja.
— ¿Por qué? —preguntó el mayor, acostado en el viejo colchón.
—Sí, ¿Por qué? —Dijo el pequeño frunciendo su ceño y poniendo cara molesta—, a mí me gusta aquí.
— ¿Te gusta? —Pregunto el padre entre carcajadas por la expresión de su pequeño hijo—. Tenemos que irnos hijo, aquí ya no hay comida, créeme, nos ira mejor.
— ¿Me lo prometes? —dijo el pequeño del cabello rubio y rostro blanco, con las manos cruzadas y una expresión de molestia en su rostro.
—Te lo prometo.
Los tres partieron apenas el sol comenzó a salir el siguiente día. Con pasos rápidos, con entusiasmo por parte de sus hijos. Era la primera vez que ambos pequeños salían del pequeño departamento. El padre se preguntaba si era lo correcto, mientras observaba a su hijo pequeño patear la pelota roja por el largo de la calle.
—No es lugar para jugar, hay que apresurarnos —advirtió el padre a los niños, con un gesto autoritario—, no me gustaría toparme con algo inesperado.
Pasaban las noches en autos, casas, edificios viejos. Pasaban los días entre las calles, callejones y autopistas.
— ¿A dónde vamos? —le preguntó una tarde el mayor, mientras su hermanito jugaba con su pelota a unos metros de ellos.
—A un lugar seguro —le contestó el padre, pensando en las viejas cartas y documentos que encontraba en sus expediciones cuando dejaba a sus hijos en el departamento. Pensando en la esperanzadora resistencia militar.
Entonces llegaron a una pequeña ciudad. Nada en especial, nada diferente a las tantas que habían recorrido por semanas. Se detuvieron en una casa que tenía buenas condiciones, en los suburbios de la ciudad. Detrás de la casa, a unos metros, estaba la vieja autopista que los llevaría a la ciudad donde se encontraba la resistencia militar. Cada niño eligió donde dormir esa noche, mientras el padre observaba por la ventana la calle larga y tranquila. Llegó el día y cuando la familia estaba por partir, un sonido no muy lejano llamó su atención. Disparos.
— ¿Qué ocurre? —pregunto Matt desde el piso, con su pelota en sus manos, abrazándola como sí fuera lo único que tuviera.
—Nada —le contestó su padre, sacando la pistola de su espalda y poniéndose de pie—. ¿Puedes cuidar a tu hermano, Alan? —El niño de once años ahora, asintió con la cabeza.
El hombre se puso de pie, y fue hasta la puerta, se detuvo unos segundos, y después salió. El hermano mayor abrazó a su hermano, el hermano pequeño abrazó a su pelota. Los disparos resonaron, cada vez más fuerte. Cuando menos lo esperaron, su padre apareció por la puerta, y llegó hasta sus hijos, con una mano apretando su costado, con su pecho manchado de sangre.
— ¡Papá! ¿Qué te ocurrió? —exigió saber su hijo mayor, mientras el padre se tiraba en el piso, se recargaba en una columna de la casa, observando la puerta principal, y el niño pequeño comenzaba a llorar. Ambos corrieron hacia su padre y se agacharon a su lado.
En ese momento, alguien entró a la casa, azotando la puerta. Su padre alzó el arma y jaló el gatillo, pero nada ocurrió, no hubo disparo alguno. El hombre que entró se acercó corriendo a las tres personas en el piso. Los niños se rompieron a llorar, mientras su padre se colocaba frente a ellos, protegiéndolos. La persona alta y delgada que entró, alzó el arma, apuntando a la familia. Tenía su pelo oscuro, de tez clara, con una mirada asesina.
—No, por favor —suplicó el padre.
—No puedo confiar en nadie más —contestó la persona joven con voz y expresión dura.
— ¡Dan! —gritó una voz proveniente de fuera de la casa. Después un hombre, algo mayor al primero, entró a la casa, y se detuvo a unos metros detrás de la primera persona.
— ¡Daniel! ¿Qué haces? —le preguntó el hombre, exaltado, desesperado.
—Protegiéndome —contestó Daniel, sin expresión alguna, con tono frío y serio. Y antes de que Evan pudiera hacer algo, Daniel disparó.
La primera bala mató al hombre. La segunda se dirigió al niño mayor, que abrazaba a su hermano, mientras lloraba desesperadamente. La tercera fue para el más pequeño, él solo grito, mientras estaba aferrado a su pelota roja, la pelota que se mancharía de su sangre unos segundos después.
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Hola a todos, bienvenidos, este es el comienzo de la segunda entrega de The last hope. Cualquier opinión, duda o comentario haganmelo saber. Si no has leído la primera parte, te invito a que pases por mi perfil y la leas. Gracias por su apoyo y esperen más.
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La última esperanza Parte 2: Resistencia (The last hope #2)
Science FictionLas razones para vivir se acaban. Lo único que queda es a lo que te puedes aferrar. Hace quince años las sombras llegaron a la tierra y con su llegada acabaron con gran parte de la población. Ahora Evan y Daniel continúan su viaje, luchando contra l...