Memorias de Livius Black I

71 1 1
                                    


Hasta los nueve años, yo me consideraba un chico totalmente normal. Sí, era mudo, pero me había acostumbrado a ello. Sí, llevaba un nombre rarísimo, pero también me había acostumbrado. Tenía algunos amigos. No la clase de amigos que duran toda la vida, sino la clase de amigos que le sirven a uno como compañeros de juegos y de estudios y poco más, y con los cuales uno eventualmente o profundiza la relación al llegar la adolescencia, o bien se va distanciando por uno u otro motivo.

El haber nacido sin cuerdas vocales jamás me molestó realmente. El haber perdido la voz habría sido algo completamente distinto, pero al no saber exactamente qué era hablar, no podía lamentarme de ser incapaz de hacerlo. Mis padres me inculcaron desde que tuve uso de razón que no tenía que avergonzarme por mi condición ni dejar que me discriminasen. Y creo que ninguna de esas dos cosas sucedió en mi vida.

Mi nombre, Livius, era llamativo, cierto. Se trataba de una tradición de mi familia paterna, aparentemente inaugurada con mi bisabuelo Marius, de bautizar a los hijos con nombres latinos. Así, Marius le había puesto Claudius a su hijo, y éste le había puesto Julius al suyo, y cuando llegó su turno, Julius Black decidió que su vástago se llamaría Livius. Más tarde yo conocería a personas con nombres muchísimo más extraños, y tendría ocasión de seguir una tradición todavía más bizarra para poner nombres a los niños.

Fue a los nueve años que mi existencia dio un giro de 150 grados. Mi primer estallido de magia involuntario, desgraciadamente, tuvo muchos testigos oculares.

Cuando arriba decía que nunca me había molestado ser mudo, no quise decir que nunca me hubiesen molestado por ser mudo. Los niños siempre tienen tendencia a maltratar a las personas diferentes. Algunos, al crecer, dejan de hacerlo. Otros no. Y estoy convencido que Charlie Kent, donde quiera que esté, es parte del segundo grupo de gente.

Es lamentable que, además de ser un sádico, Charlie tuviese el físico imponente que tenía. Ello, sumado a una gran astucia, le permitía hostilizar a sus víctimas sin ser castigado ni por estas ni por las autoridades del colegio. Y yo era su víctima predilecta, sin dudas. Él nunca me golpeaba, pero sus burlas eran mucho más hirientes que sus golpes. Tuve ocasión de comprobar eso en carne propia.

El día en que Charlie Kent finalmente me sacó de mis casillas fue dos semanas antes de mi décimo cumpleaños. No recuerdo exactamente qué estaba haciendo cuando Charlie me dijo lo que me dijo, pero sí recuerdo que estaba caminando y que me frené en seco al oirlo. Su insulto, esta vez, no iba dirigido solamente a mí por ser mudo, sino a mis padres por haber engendrado a un mudo.

No voy a reproducir las palabras textuales de Charlie, pero basta con decir que eran lo bastante gráficas como para que, por una vez, me enfureciese totalmente y me abalanzase sobre él con los puños en alto. Alcancé a darle un golpe en la mandíbula, más gracias a la sorpresa que le causó el verse atacado por un chico al que había estado molestando durante casi cuatro años sin reacción alguna que por mi habilidad. Bastó ese golpe para enfurecerlo a él. Me sujetó con ambas manos y me arrojó al suelo.

Y cuando se inclinó, seguramente para romperme la cara, ocurrió el hecho que marcaría un antes y un después en mi vida. Una fuerza invisible brotó de mi cuerpo y empujó a Charlie con una fuerza infinitamente mayor a la que él había usado para tirarme al piso. Charlie salió despedido varios metros y probablemente había acabado estampándose contra la pared más cercana de no ser porque un grupo de niños se había reunido para ver nuestra pelea y chocó contra ellos.

El incidente no produjo más que un par de rasguños y moretones (sobre todo en los chicos que habían tenido que soportar el considerable peso de Charlie), pero dio vuelta a toda la escuela. Obviamente nadie creyó que hubiese habido nada sobrenatural, a pesar de lo poco natural que resultaba que un chico de nueve años fuese capaz de empujar con tanta fuerza a un chico con el físico de alguien tres o cuatro años mayor. La explicación "racional" era esa, y fue adoptada por las autoridades de la escuela. Tuve bastantes reuniones en la oficina del director, me mandaron con una psicóloga o psiquiatra o psicopedagoga muy simpática que no cesaba de interrogarme por la "ira reprimida" que llevaba dentro y finalmente debí disculparme con Charlie (para ser más precisos, escribirle y entregarle una disculpa) frente a los padres de ambos, el director y la psicóloga/psiquiatra/psicopedagoga. Como tenía muy buenas notas, su castigo se limitó a eso.

Harry Potter Y El Hacedor De ReyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora