28. Tengo miedo a perderte.

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ALESSIA

Un sol radiante entra por una pequeña abertura de la cortina que hay al otro lado, frente a mí. Me asusto como un vampiro al verla, entornando los ojos lo bastante para evitarla. Tardo un segundo en darme cuenta de que estoy metida en la cama con el top que llevaba por la noche y las braguitas blanca. La cama sólo tiene la sábana en la que estoy tumbada y una encimera que huele a recién lavada y parece estarlo. Supongo que vomité en la otra. Ésta sé la habrá pedido Eiden a la camarera.

— ¿Te encuentras mejor? —pregunta Eiden, que entra en la habitación con una cubitera de hielo en una mano, un vaso de plástico y un pote agua en la otra.

Se sienta a mi lado, lo deja todo en la mesilla de noche y se queda con el agua. Tengo la cabeza como un bombo y sigo con la sensación de que podría vomitar otra vez de un momento a otro. Odio las resacas. Prefiero caerme borracha perdida y romperme la nariz o lo que sea a tratar con una resaca de esta magnitud; es tan mala que no se diferencia mucho de un coma etílico. Al menos, según Isabella, que lo sufrió una vez y lo describió como «que te cague encima el mismísimo Satán a la mañana siguiente».

—No, no mucho —respondo al cabo, y mis propias palabras me lanzan oleadas de dolor a la parte posterior de la cabeza y alrededor de los oídos.

Aprieto los ojos cuando empiezo a ver la habitación doble.

—Ésta es gorda, amor —comenta Eiden, y noto una toalla fría en el cuello

— ¿Puedes cerrar esa cortina, por favor?

Se levanta en el acto y oigo que va hacia ella y luego el sonido del grueso tejido al moverse hasta que la pone en su sitio. Pego las desnudas piernas al pecho, agarrando la sábana para taparme un poco, y me tumbo en posición fetal contra la mullida almohada.

—Tómate esto —aconseja, y noto que la cama se mueve cuando él vuelve a sentarse y me apoya el brazo en la pierna.

Extiendo el brazo y cojo dos comprimidos de ibuprofeno de la palma de su mano, me los meto en la boca y después bebo agua suficiente para tragármelos.

— ¡Qué vergüenza, Eiden! dime que no dije o hice nada humillante.

Sólo puedo mirarlo a través de las rendijas de mis ojos.

Presiento que sonríe.

—La verdad es que sí —responde, y casi me da algo—. Le dijiste a un tío que estabas felizmente casada conmigo y que íbamos a tener unos cuatro hijos o puede que dijeras cinco, no me acuerdo, y luego se acercó una tía a tirarme los tejos y te levantaste de la silla hecha una furia y la trataste como si fuera una mierda: casi me muero de risa.

Ahora sí que creo que voy a vomitar.

—Más te vale que estés mintiendo. ¡Qué vergüenza! Creo que fue suficiente contigo.

La cabeza me duele más. No creí que pudiera empeorar.

Lo oigo reír con suavidad y abro los ojos un poco más para verle mejor la cara.

—Claro que estoy mintiendo, amor. —Me pasa la toallita por la frente. —La verdad es que te comportaste muy bien. —Veo que me recorre el cuerpo con la mirada. — Lo siento, tuve que quitarte la ropa; la verdad es que personalmente disfruté de la oportunidad, pero lo hice porque era mi deber. Había que hacerlo, ya sabes.

Ahora finge seriedad, y no puedo evitar sonreír.

Cierro los ojos y duermo un par de horas más, hasta que la camarera llama a la puerta.

—Sí, pase, la llevaré a la habitación de al lado para que pueda usted limpiar. —Escucho decir a Eiden.

Una señora de cierta edad con el cabello pelirrojo mal teñido entra en la habitación, lleva puesto el uniforme de las camareras. Eiden se acerca a mi cama.

Bajo el mismo cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora