Capítulo 48

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—Es Ofelia —dijo Abraham.

—¿Qué hay con ella? —habló mi mamá, celosa.

—Ella aún sigue aquí. Lisa y su difunta madre se armaron un gran plan que al final terminó desenmascarándose. Ellas amenazaron al vendedor de una tienda para que dijera que Ofelia había comprado ingredientes para preparar una tarta de manzana; el alimento encargado de acabar con la vida de don August. Necesito que ustedes den su testimonio para que la señora Ofelia Oslo pueda salir de prisión.

—¡Qué mal, pobre Ofelia! Con gusto daremos nuestro punto de vista acerca del caso. No es justo que ella siga aquí cuando es inocente —dije angustiada.

—A mí me da igual, por mí que se quede ahí. Ella nunca me cayó bien ni me dio buena espina. Siempre fue una sometida con tu papá —habló mi madre, despectiva y con un poco de celos.

—Mamá, realmente no es así. Al principio yo tenía el mismo pensar que tú, pero la he ido tratando y me doy cuenta de que no es a como pensábamos. Ella es una mujer muy buena y noble.

—Si tú lo dices... —musitó no muy convencida.

Abraham nos llevó a la celda en la cual se encontraba Ofelia. En el pasadizo que estaba entre las celdas donde vivían los presos, se podía percibir un ambiente muy tenso y hostil. Había tantas historias y circunstancias diferentes que habían hecho que estas personas llegaran hasta aquí. Cada celda escondía una historia diferente. Muchas veces una injusticia cometida por la misma ley y otras veces por el mismo ser humano.

Llegamos y pudimos ver a Ofelia sentada en el sucio y desgastado suelo de la celda en la cual se ubicaba. Estaba todo muy oscuro y no había indicios limpieza en ningún rincón de ese lugar tan despreciable.

—¡Layla! —exclamó con impresión al verme, y enseguida se puso de pie y se acercó a mí, aunque claro, nos separaban las rejas—. ¡No sabes cuánto te he estado esperando! Tienes que escucharme, no todo es a como crees, déjame explicarte. Yo no tuve nada que ver con la muerte de tu padre —repetía Ofelia desesperada.

—Tranquila Ofelia, ya el señor Abraham me explicó todo —le respondí para aliviarla—. Sé que fueron Lisa y su madre. —Suspiré.

—Yo siempre tuve mis sospechas de esas mujeres. Nunca me dieron buena espina. —Dirigió su mirada a mi madre—. ¿Me... Melinda, eres tú? —preguntó anonadada.

—Así es Ofelia, soy yo —le contestó con una sonrisa fingida.

—¿Pero tú no estabas... muerta? —Sus ojos se abrieron enormemente; aún no podían procesar lo que ven.

—Es una larga historia Ofelia —explicó mi madre.

—Por ahora puede irse para su casa. Ya está en libertad nuevamente —dijo Abraham—. Sólo necesito que ustedes dos me acompañen un momento y den su declaración. No se demorarán mucho.

Me despedí de Ofelia con una sonrisa y junto a mi madre seguí a Abraham para dar la declaración de lo sucedido, pero la voz de Ofelia nos detuvo.

—¡Melinda, espere! —gritó Ofelia. Mi madre y yo le dirigimos la mirada—. August la quiso mucho, inclusive aunque usted no estuviera. Él siempre le guardó su lugar y jamás tuvo ningún otro amorío. Yo fui una gran amiga de él, y cada tarde que pasábamos en la relojería, me hablaba de usted. Podía apreciar el amor que le tenía.

—Le agradezco mucho Ofelia. No sabe cuánto desearía tenerlo conmigo de vuelta, pero ya no hay nada que hacer —habló mi madre un poco nostálgica.

Continuamos nuestro camino hasta llegar a la oficina de Abraham. Le dijimos todo lo que sabíamos sobre el caso y él anotó toda la información en su computadora. Posteriormente nos marchamos de la comisaría, deseando no regresar allí jamás.

Nos subimos al auto.

—Hija, es hora de hacer nuestra segunda parada —informó mi madre con su tono de voz un poco apagado.

—¿Cuál? —pregunto curiosa.

—El cementerio.

Inmediatamente sentí un nudo en mi garganta y una punzada en el pecho. Mi corazón comenzó a acelerar su palpitar y mis manos a sudar. Me alteré de tan solo pensar en la idea de tener que enfrentar la dura realidad: ver la tumba de mi padre.

—Iremos a ver a tu padre. Es algo que necesito hacer. Sé que es difícil, pero es la manera más cercana que podemos estar de sus restos.

No respondí a las palabras de mi madre y continuamos en marcha en un profundo silencio que duró durante todo el camino. No sólo le temía a la difícil prueba que tendría al ver a mi padre sepultado, sino también a Mario. Desde que los enterramos, no he vuelto al cementerio, y no tanto porque no haya querido; sino porque no he tenido tiempo con tanto sufrimiento.

Luego de unos quince minutos de viaje, llegamos al cementerio principal de Múnich; lugar donde yacían mi padre y mi antiguo prometido. Antes de bajar del auto, mi madre tomó mi mano para tomar el valor suficiente, no sería fácil para ella. La última vez que vio a mi padre, él aún estaba vivo, y ahora, veinte años después, lo vería bajo tierra.

Nos bajamos del auto tomadas de la mano. Una vista esplendorosa reflejada por el cielo, nos daba la bienvenida al cementerio. Ingresamos a él tomadas de la mano, a ambas nos temblaba el pulso. En el ambiente podía percibir el frío y la tristeza que había, además del fúnebre olor que se alojaba en mis fosas nasales que era expulsado de las distintas tumbas y flores que dejaban sobre ellas sus familiares.

De inmediato buscamos la ubicación de la fosa de mi padre, aunque mi madre la desconocía por completo, ya que ella no estuvo presente en su sepulcro.

—Es por allá —dije con mi voz baja mientras miraba la lápida. Las lágrimas empezaban a brotar de mis ojos.

Mi madre me miró y tomó una gran bocanada de aire. Lo necesitaba. Caminamos hacia el lugar donde yacía papá dormido en un profundo sueño del que jamás despertará, que es lo que más me dolía.

Me dolía aceptarlo, pero era la realidad.

Nuestros pasos hacían que el verde césped que actuaba como alfombra del suelo se aplastara por un momento, pero eso se detuvo cuando llegamos a la tumba de mi papá. Empecé a respirar agitada, al instante que sentí un dolor muy grande en el corazón. Me hacía falta, mucha falta.

—¿Es aquí? —preguntó mi madre sosteniendo el llanto.

—Sí —respondí con mi voz aguda.

Miramos la lápida grisácea y vimos que sobre ella estaba plasmado el nombre del hombre que fue mi padre y madre de la infancia, el cual me crió y me sacó adelante sin la presencia de mi madre, la cual aún no me ha dado explicaciones de su irresponsable desaparición que duró veinte años.

—Mira cómo es la vida... Hoy tú estás junto a mí llorando la muerte de mi padre, mientras yo estuve junto a él toda mi vida creyendo que tú estabas muerta —mascullé mientras una lagrima caía de mi mejilla.

—Lo sé hija, y te prometo que voy aclararte todas tus dudas.

Mi madre tomó la parte baja de su vestido para evitar que el viento se lo levantara y se agachó junto a la lápida. El llanto se apoderó de ella. El sufrimiento la invadió por completo y la sumió en un profundo llanto. 

—Mi August —habló mientras tocaba sutilmente su tumba—. Lo lamento tanto. No sabes todo lo que tuve que sufrir, y me arrepiento de la decisión que tomé, ya que veo que mi esfuerzo no sirvió de nada.

Me agaché junto a mi madre y me hundí en su llanto. Ambas expulsamos toda nuestra tristeza y nos desahogamos frente a los restos de papá. Y así permanecimos durante un largo tiempo, hasta que perdimos la noción de qué hora era. Sólo una voz femenina nos sacó de nuestro sufrimiento, aunque para ese entonces ya estábamos más tranquilas.

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