Dando un largo sorbo a la fría cerveza entre mis manos, relamí mis labios y los apreté con gusto. Poco a poco, cada extremidad de mi cuerpo iba relajándose al tiempo en el que tomaba asiento en una de las largas sillas de la barra ubicada en la cocina. Una tenue luz, colgando delicadamente desde el techo, iluminaba el tan elegante espacio mientras que un pequeño aroma a albahaca y a orégano invadía mis delicadas fosas nasales.
Fruncí el ceño levemente, medio arqueando la cabeza, al fijarme en lo casual, normal, natural que le resultaba a Alexander Russo moverse por la cocina. Sabía, de primera mano, que Caterina es una excelente cocinera. Podría apostar por ella y lo más probable me haría ganar mucho dinero. Pero Alex... no era un experto con las ollas... o no hasta donde tenía entendido.
—¡Espero que tengas hambre!—
Murmuró el hombre a medio vestir, dándome la espalda.—¿Estas... cocinando? —
Pregunté, con evidente miedo en la voz, mientras apoyaba los antebrazos de la orilla de la barra.—Pues si, tenía hambre. Y presiento que Caterina se tardará un poco más de lo previsto.— añade con tranquilidad, moviendo los utensilios de cocina.
—Eso se escucha peligroso. ¿Tienes extintores?—susurré siendo apenas consciente.
Observé su ancha espalda, y luego, mis ojos hicieron todo un recorrido con lentitud hasta llegar a aquel lugar, donde su pantalón de vestir se ceñía a su trasero. Una pequeña sonrisa se asomó en mis labios casi al instante. ¡De seguro Dios quiere acabar con mi vida!
—Nunca había visto nada más bonito...—en un diminuto murmullo entusiasmado, las palabras salieron por sí solas de mi boca.
Mordisquee mis labios.
—¿Disculpa?— con un gesto de duda, lo vi girar sobre sus talones.
Había abotonado levemente su camisa, pero aún se podía apreciar a penas algún rastro de carne sin esconder. No cabía duda alguna de que el tiempo otorga. A Alexander Russo le había dado un cuerpo que no se puede observar constantemente por la calle, para mi desgracia. Y ahí estaban sus ojos, aquellos ojos claros que luego de ocho años seguían siendo los mismos. El mismo brillo, el mismo sentimiento de familiaridad. Su cabello largo y algunos vellos faciales recorriendo su rostro, sus labios finos y la naturalidad de sus movimientos al simplemente observarme. Nada había cambiado, o tal vez si. Ya éramos adultos, aquellos chiquillos que se vieron por primera vez en Toscana ahora resultaban ser unos casi completos desconocidos.
Fue entonces cuando los recuerdos se agruparon, y nada tenía sentido.
—¡Que si tienes extintores! Si este lugar se incendia necesitaremos algo para defendernos.— aseguré con firmeza, dando un segundo sorbo a la bebida.
—Muy graciosa, si no tienes nada positivo para aportar a mis técnicas culinarias podrías ayudarme a montar la mesa. ¡Comeremos algo!— zanjando el tema, señaló la vajilla a su lado haciendome sonreir.
¿En qué aspecto Alex podría resultar ser problemático? Así como se había expresado Diego Russo hacia mi. ¡Tal vez su gran boca! ¿Le habrá llevado la contraria en alguna decisión? ¿El negocio irá mal? No, imposible. Si no, no estarían arriesgando un capital de dinero para la apertura de un nuevo hotel. ¿O, si? ¿Los Russo teniendo conflictos en el negocio?
Fruncí el ceño con muchas dudas.
Sostuve la vajilla, ubicándome a escasos centímetros de su cuerpo, donde pude oler aquel perfume tan exquisito que lo rodeaba. Algo dentro de mis entrañas se contrajo prácticamente al pestañeo. ¿Cuántas veces me había permitido estar así de cerca? En varias ocasiones, si. Pero en ninguna de esas oportunidades mis hormonas habían luchado tanto por mantenerse tranquilas. Tomé aire y aún consciente, me alejé varios pasos hasta dar con la pequeña mesa en el comedor.
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SUEÑOS OLVIDADOS © | SL #1 - COMPLETA
RomancePRIMER LIBRO DE LA SERIE "SIN LÍMITES" A los nueve años, Marcella Ames conoció lo que era el amor sin siquiera ser consciente sobre el enorme significado que poseía aquella palabra. Se preguntó a diario, ¿Por qué no era capaz de llamar su atención...