—¡Oye, tengo una idea! ¿Qué te parece si esta tarde vamos de compras? Puedo decirle a Alexander que me preste su auto, tengo el carné vigente, pasamos un tiempo de chicas y él que nos prepare la cena en mi apartamento. ¿Te animas? —
Acerqué el móvil a mi oreja con evidente interés, relamiendo mis labios con lentitud al tomar un sorbo del jugo de naranja que había comprado justo al terminar con mi porción de comida para la mitad del día, sentada sobre un banco de madera en aquel espacio acristalado donde la mayoría de los empleados almorzaban en el primer piso del enorme y elegante edificio.
—¿Pagarás por el servicio a domicilio?—pregunté, frunciendo el ceño, y sonreí sin poder evitarlo.
—Por supuesto que no, está viviendo de gratis en mi piso. ¡Que se atenga a las consecuencias! Además, viendo lo coladito que anda por ti, dudo mucho que se niegue a hacernos el favor de cocinar algo rico, si le digo que vas tú, no te dejará pasar hambre.—una pequeña carcajada hizo eco por el auricular, haciéndome sonreír ante el descaro de la menor de los Russo.— Entonces, ¿te anotas?—insistió.
—Si... claro, cuenta conmigo.—aseguré, acercando la pajita nuevamente hasta mis labios.
—Te compraremos una tanga nueva, capaz y puedas utilizarla más a menudo. Alexander me lo agradecerá. ¿De qué color la quieres?—
—Cata... no es que sea una mala idea... pero es extraño que me des consejos sobre qué ropa interior utilizar cuando hablamos sobre tu hermano y yo en una misma frase.—comenté, sonriendo un tanto incomoda... un tanto divertida.
Si alguna persona inteligente viviera dentro de mis pensamientos, o si tal vez mirara con más atención todas las cosas extrañas que ocurrían en mi vida diariamente se preguntaría por qué razón me sentía tan relajada, o a plena vista, desentendida del asunto, tomando en cuenta todas las cosas de las que me había enterado en menos de una semana. Mi conciencia se preguntaba cuándo sería el momento, ese donde comenzaba a entender que no todo estaba bien. ¡Aún no había perdido los nervios por completo! Y eso, en parte, era bueno.
Todo a mi alrededor era brillante, tranquilo, lujoso y lo mejor de todo era que olía delicioso. Caterina había llamado para cuando había tomado asiento en una mesa disponible y fácilmente transcurrieron treinta minutos en una charla que parecía no tener fin. Nadie me lo tenía que decir, sabía que la había echado mucho de menos... demasiado, y para ser honestos ya sabía el porque nos habíamos distanciado levemente a través de los años.
—Hubiera sido incómodo hace ocho años, Marie. Pero considerando que eres lo único que hace a mi hermano feliz, yo... no sé cómo explicarlo. Solo... quiero que las cosas vayan bien... que ustedes estén bien... que Madilena pueda ir al parque con su padre y coman helado, jueguen a la pelota y la niña aprenda a utilizar la guitarra frente a Alex. Adoro a mi sobrina, adoro a mi hermano, y en definitiva te adoro a ti. ¡Estoy feliz! Y quiero que ustedes sean felices. ¿Eso es malo?—preguntó con voz soñadora.
Sentí como algo extraño, un sentimiento cálido, envolvió a mi pecho prácticamente al instante. Sonreí a la nada, coloqué el jugo sobre la bandeja donde se encontraba el resto de la comida que no había ingerido y mordisquee mis labios.
—Hablas como si Alex y yo ya fuéramos algo oficialmente, Caterina. Nada está claro... nosotros solo nos hemos dejado llevar.—murmuré.
—Están enamorados, Marcella. He visto cómo lo miras, y como te mira él a ti. ¿Es necesario que tengan un título? ¡Son lo más empalagoso que he visto en mi vida!—la escuché carcajear nuevamente.
—Tomaré eso como un cumplido.—zanjé.
—¡Deberías!—
Las charlas poco a poco incrementaron, las personas que animadamente se encaminaban a compartir durante el almuerzo de manera casual, hablando de cualquier trivialidad a la espera para ordenar. La realidad era que todo parecía muy normal, hasta que mi mirada chocó con la silueta de Diego Russo y fui perdiendo la sonrisa, el buen humor, frunciendo el ceño automáticamente por la esporádica incomodidad. Éste lucía un traje elegante y llevaba aquella acostumbrada actitud segura, además de una sonrisa complacida. Julián Romanov caminaba junto a él, charlando, mientras que Agatah Romanova los seguía con un andar despreocupado y creído, luciendo un bonito vestido de oficina y sus lindos rizos dorados hasta el inicio de su espalda.
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SUEÑOS OLVIDADOS © | SL #1 - COMPLETA
RomancePRIMER LIBRO DE LA SERIE "SIN LÍMITES" A los nueve años, Marcella Ames conoció lo que era el amor sin siquiera ser consciente sobre el enorme significado que poseía aquella palabra. Se preguntó a diario, ¿Por qué no era capaz de llamar su atención...