El beso no era ni suave, ni tierno, ni memorable.

   Era un beso fiero, duro, obligado.

   Tomé a Violet por los hombros y la separé de mí automáticamente.

—¿Qué...? —comenzó ella.

—No era a lo que me refería —protesté, aún con el sabor de su labial fresa en mis labios.

   Ella parpadeó.

—¿Eres gay?

—No —rodé los ojos—. ¿Por qué todos siguen creyendo eso?

—¿Realmente quieres saberlo? —replicó ella, ahora en un tono más calmado.

   No. Pero no porque no quisiera, sino porque había otras cosas más importantes de las cuales discutir.

—Lo que quiero lograr —inspiré, contestando a sus preguntas anteriores—, es entenderte.

   Alzó ambas cejas, aún cerca de mí. Las puntas de nuestros zapatos se tocaban totalmente.

—¿Por qué? ¿Qué tengo que capta tanto tu atención?

—¿Realmente quieres saberlo? —empleé sus anteriores palabras.

—Quiero decir, sí, sé que estoy buena —se encogió de hombros—. Muchas personas me lo han dicho en la escuela, no es algo que ignore. Pero tú vas más allá que los otros. Los otros se conforman con sexo, tú... Ni siquiera con un beso. ¿Qué quieres de mí?

—La verdad.

   Fueron sólo dos palabras. Dos palabras que parecían inocentes desde algún ángulo, pero para Violet parecían un mundo. Un mundo entero de secretos, mentiras, apariencias que guardar.

—Sé que no eres lo que aparentas ser, Violet —susurré.

—Te lo he preguntado antes, y lo vuelvo a hacer —espiró. Su aliento me llegó al rostro, e intenté no estremecerme—: ¿por qué quieres derribar todo lo que he construido durante años?

—Porque, en el juego que tú estás jugando, personas están saliendo heridas. Al menos tú medio-hermana lo está haciendo. Te necesita de verdad, Violet.

—Hermana.

—¿Qué? —fruncí el entrecejo.

   Ella pareció abandonar el trance en el que estaba sumergida al sacudir la cabeza.

—Vuelve adentro —recomendó—. Están por hacer el brindis.

   La miré a sus plateados ojos, pero no encontré nada más allí de lo que había visto hace unos segundos atrás. Ya no quedaba rastro de preocupación o tristeza.

   Ella se distanció al fin de mí, dándose media vuelta.

—Espera... —comencé, pero ella ya había traspasado la puerta.

   Y yo, ahora, estaba completamente solo.



   Antes de que el brindis iniciara, veía a los periodistas de periódicos, programas de televisión y revistas acercarse a Thomas Gold. Él, con una sonrisa amable, asentía mientras respondía a determinadas preguntas.

   Ivonne, su esposa, sonreía abiertamente también. Una sonrisa falsa, después de todo lo que sabía. Estaba sentada a su lado, acompañándolo. Y junto a ella, estaban sus dos hijas.

   Violet tenía la mirada medio perdida, mientras que Raven sólo se mostraba inexpresiva.

—¿Dónde te habías metido? —La voz de Maggie me abordó apenas me senté en la mesa— ¡Te has perdido de los platos de comida!

   Negué con la cabeza, todavía mirando a la mesa de los Gold.

—No tenía hambre, de todos modos.

   Maggie frunció el ceño, confundida y angustiada, pero lo dejó estar en cuanto Cecile volvió a darle conversación.

   Wally volvió a darme un codazo.

—Pude ver que Violet iba al exterior desde aquí —murmuró—. Y tú estabas allí. Con su hermana. ¿Los vio besándose?

—No me besé con su hermana —espeté.

—Qué aburrido eres, amigo —replicó.

   Tal vez lo era.

   Prefería centrarme en los problemas de una niña, en las mentiras que cubrían a los Gold, en los secretos que ocultaba la sensible mujer dentro de Violet, que coquetear con una chica y besarla.

   Sí, definitivamente, era aburrido.

—De cualquier forma —añadió—, no eres más aburrido que este evento de mierda. La comida ni siquiera estaba tan buena.

—Bien por mí —bromeé.

—Pero —continuó—, después de las copas de champaña abrirán la barra libre. Sólo entonces valdrá la pena haber venido.

   Me reí, sacudiendo la cabeza.

   Observé a Cecile, hablando entusiasmadamente con Maggie. Ni siquiera sabía de qué tema discutían, pero a ambas se las veía muy jóvenes dada sus edades.

   Y mi tía, por primera vez, no estaba sola desde la muerte de mis padres.

   Y eso era bueno. Para los dos.



   El resto del fin de semana transcurrió de forma muy tranquila. Ningún conflicto vecinal, ni ningún accidente en el barrio. Todo iba bien.

   Hasta aquella mañana de domingo, donde Maggie estaba sentada en la mesa de la cocina, sola. Era demasiado temprano para que estuviera levantada; mi excusa era que necesitaba ir al baño.

   El silencio reinaba en la casa. Era hasta aterrador.

—¿Maggie? —curioseé, acercándome por detrás.

   Ella se enderezó y llevó una de sus manos hacia delante.

   No, no hacia delante. Hacia su rostro.

—¿Está todo...? —Pero me detuve cuando estuve lo suficientemente cerca para ver lo que estaba haciendo ella, y lo que había esparcido sobre la mesa.

   Caras. Caras en una fotografía familiar.

   Mi tía Maggie, junto a su hermana Ginna sonriendo cuando eran adolescentes.

   Mi madre y mi padre en su boda, con Maggie y mis abuelos mirando hacia la cámara.

   Mi tía Maggie, mi madre y yo cuando era niño, jugando en el parque.

   Mi padre, mi madre y yo de bebé cuando nos mudamos del pequeño apartamento a la casa donde viví toda mi vida.

   Y, finalmente, Ginna y yo cuando cumplí dieciséis años.

   Alcé la vista a mi tía. Se cubría, ahora, el rostro con ambas manos.

—¿Quieres...? —sugerí.

   Y entonces, por primera vez en lo que había sido el verano, obtuve una respuesta afirmativa a esa pregunta que tanto tiempo me había denegado.

Silver and GoldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora