Maggie se encontraba en el sofá de la sala de casa, con Ginna en su regazo.

   Fue un segundo en que se tardó en voltear la vista hacia mí, dejando de juguetear con el can, mientras entraba a la casa.

—Hey —saludó ella.

—No quería distraerte —musité, sonriendo—. Se te ve feliz con ella.

—¿Qué puedo decir? Tenías algo de razón. Me... Alivia; me siento en paz.

   Sonreí abiertamente.

   Eso era lo único que quería lograr.

—Pues me alegra que esté funcionando.

—¿Cómo fue la escuela? —preguntó, como siempre hacía.

   Me dejé caer, arrojando la mochila al suelo, en el sillón junto a ella. Acaricié la cabecita de Ginna.

—Normal, supongo. Este viernes tengo una fiesta.

   Maggie alzó las cejas.

—¿Una fiesta, dices?

—Sí, Maggie —asentí—. Es lo que los chicos de mi edad hacen para divertirse: se juntan todos en una sola casa, ponen música y estamos allí unas seis horas más o menos.

—Sé lo que es una fiesta, Maximus —rodó los ojos—. Lo que me sorprende es que finalmente vayas a una. Ginna me decía que no eras una persona muy...

—¿Social? —arqueé una ceja.

—No era para nada la palabra que estaba buscando —repuso.

—Tranquila —mencioné—. Es una fiesta de cumpleaños de un amigo. Se llama Austin.

—Bien. Puedes ir, claro. Pero vuelve a casa siendo responsable.

—Por supuesto —asentí, sabiendo qué quería decir con ello.

—¿Necesitas que te lleve...? —empezó.

—No. No, está bien —sacudí la cabeza automáticamente—. No es tan lejos, y Wally pasará por mí de todos modos.

   Maggie suspiró a mi lado.

—A veces olvido que ya no eres un niño pequeño. Lo siento.

—Está bien —repetí—. Lo comprendo.

   Ginna saltó del regazo de Maggie al mío, implorando por atención humana.

   Me reí y la acaricié brevemente.

—Debes comprarle comida —avisó mi tía—. Lo puede vivir de las sobras por siempre, Maximus.

—Iré por la tarde —afirmé.

—De acuerdo.

   Le tendí a la perrita y tomé mi mochila. Segundos después, me dirigí a mi habitación. Y comencé los deberes de Matemáticas.

   


   Entré al local de la veterinaria.

   Francis estaba allí, en el mostrador.

—Hola, muchacho —saludó—. Tú fuiste el que adoptó la otra vez, ¿verdad?

—Sí, señor —asentí.

—¿Qué buscas?

—Comida. Ginna tiene que comer —me encogí de hombros.

Silver and GoldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora