LXXXVII

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Profesía de un poeta tonto

Y muérete tú poeta tonto
cada vez que contemple su figura
tan pura, llena de rosales
y sea el hastío muy hondo,
en la inquebrantable ternura
de alcanzar sueños banales.

Muérete poeta tonto
en tu propia cobardía
y sea el llanto nostálgico
en la garganta profunda
de ese desierto llamado tristeza,
que es la soledad insierta
de esos cabellos enredados
que sostuvieron mi alma
en la sabia noctura
de una pasión desesperada;
muérete en la canción de la cigarra,
que muchas noches cantó solitaria,
entristecida sonora,
escritura de la brisa
sonnolienta a la luz de la luciérnaga
que no brilló más
en las estaciones del alma.

Ay pobre de aquel poeta tonto
que lo han avandonado sus versos,
porque ha pedido su flor,
porque ha perdido su inspiración;
ella su tinta en la historia,
quien le daba la gloria
de abrigar el destello del universo;
ella, la dueña de su corazón
y de los besos que acarician el alma;
ella, la dueña de sus miradas
y de su lira, cuando soñaba
estando a su lado en el mar.

Pobre, pobre su canto,
ya no suena como canción de paloma
en la aurora mística de sus pupilas.

Que muera en el regazo
de haberla perdido
y muera más por mirar su figura
de tierna mariposa,
de delicada flor...
pues soy yo el poeta tonto
y moriré, embriagado de amor.

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