LXXXIX

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Cuando llega la noche

Cada que llega la noche, sotana de estrellas,
declamo celoso mi canto en el horizonte
con una esfera de mis sueños, vestida de ilusiones
junto a la penumbra de mis gritos,
que bailotean en la memoria del silencio
y se gozan impetuosos en el paraguas de mis recuerdos.
Es la alucinación prohibida del consuelo
en esas noches desiertas, adornadas de estrellas,
que piden la miel del alma
para escribir locamente un verso perdido
en la borde del universo,
en donde se sienta la memoria, sonoras cabalgatas
de un poema que intenta sobrevivir
en el regazo del recuerdo.
Aquí he soñado, en el silencio
muchas veces abrumador, abrazado a su melancolía,
tocando la puerta de otros sueños
y escondiéndome tras un hilo que sostiene mi vida.
Fauno de mi reflejo, ocaso perdido
que no encuentro en la víspera de la alborada
aquellos ingratos recuerdos
que me abandonan,
y que contemplo en el bosque de mis propios versos
para no olvidar el cielo, el alma, el corazón.
Cada que llega la noche, muerdo mis labios
con el acero de mi boca,
como demente aprisionado en mi poema,
viendo cesar el crepúsculo de mis ojos,
como el reflejo de una vos silenciosa
que detiene la partida de mis suspiros
en el apogeo de mis gritos silenciosos,
cantando sublime
en el filo de mi espada, cantinela de mi copa.
He suspirado muchas veces en el silencio;
gateando sobre mis lágrimas
y colgando de un efímero paso,
que han desabrigado los pétalos
de los narcisos ebrios, que claman un poema
en el naufragio misterioso de la carabela del alma.
Indescifrable secreto, silencio que produce el destino,
que baila en la aurora del manto de las estrellas;
divino canto en el infinito
que empeña las cuerdas de mi guitarra
por recoger mi llanto.
¡No llores alma, en las noches perdidas!
¡Quita el abrojo, de la espina en mi pecho!
Ríe y canta, nocturna mariposa
en el bramido de mis letras,
en las noches, con su manto de estrellas,
con el compás de mis canciones
que cantan sigiloso, en el silencio de mi alma.

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