XI. Mi experiencia con los tiburones voladores.

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La relación con mis padres nunca ha sido del todo estrecha, podría incluso decir que es casi inexistente

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La relación con mis padres nunca ha sido del todo estrecha, podría incluso decir que es casi inexistente. Mi madre es doctora y se pasa la mayor parte del día en el hospital, al igual que mi padre, que es cirujano. Ellos nunca se han interesado por mis pensamientos, deseos o el más mínimo e infantil de mis caprichos; no me escuchan. Han organizado mi vida desde el momento en el que nací: he ido a colegios caros, mis notas han sido las más altas porque así me lo exigieron, con cinco años me metieron en clases de piano y, con seis, en clases de violín. Era todo un virtuoso de esos dos instrumentos, pero ni siquiera supe lo que significaba disfrutar de ensuciarme la ropa en un parque, junto a otros niños. Claro, mamá decía que eso era muy vulgar y, la música, algo sofisticado. Por eso mismo, con catorce años, tuve que romper una de las ventanas del conservatorio al que asistía con un xilófono para que al fin me expulsasen. Y ahí se acabó mi aventura en la música, aunque el violín lo sigo guardando con mucho cariño. Mis padres quisieron, entonces, que practicase algún deporte porque eso es algo que le gusta a las universidades americanas. Ahí me enteré de que llevaban toda mi vida encaminándome a la medicina y ni siquiera me habían avisado cuando yo tenía otro sueño profesional que está claro que ya no importa. Porque, por lo visto, la medicina es la mejor salida profesional a la que puedo optar y mi camino por ese ámbito va a ser demasiado fácil teniendo en cuenta que incluso mi hermana estudió esa carrera. Todo son ventajas, supuestamente, y así mis padres tendrán un hijo varón del cual presumir, que ganará un buen sueldo, será reconocido y tendrá una bonita esposa. 

Y yo he estado cumpliendo todos sus caprichos porque siento que ya no puedo hacer nada más en la vida que obedecerlos. Aun así, sin darme cuenta o a propósito, siempre buscaba una forma de molestarlos, como cuando rompí la ventana del conservatorio: me apunté en atletismo en vez de meterme en algún deporte popular en Estados Unidos, como el baloncesto, y después me eché una novia que, según les escuché decir una vez en una conversación privada que cotilleé con toda la cara del mundo «es solo una pobretona hija de una mujer vulgar y un borracho». Sí, en ese momento me sentí poco apoyado, como siempre y como ahora mismo: estoy caminando bajo la lluvia porque mis padres me han echado de casa de la tía Erika a gritos. Sylvia me ha escrito un mensaje diciéndome que se van a quedar allí a dormir. Así, sin previo aviso, y sé que lo hacen porque creen que dejarme solo mientras ellos siguen con su vida y me hacen el vacío es una buena forma de castigarme por mis errores. Como si a mí me importase lo más mínimo. 

Bueno, para qué mentirme: más que importarme, me afecta. Y mucho.

Me detengo y miro al cielo, dejando que la lluvia me empape la cara. Cuando me doy cuenta, veo que estoy delante de la casa de Annie. Observo su pequeño y modesto hogar; cada vez que pasaba por allí, tenían la música a todo volumen porque a ella le encanta poner canciones alegres en la radio desde que yo se lo recomendé. A causa de la mala experiencia que he tenido por culpa de mis padres, ya no soy nada fanático de la música; sin embargo, ella pudo sentir en las melodías una buena medicina para el alma, algo que yo ya no siento. El caso es que hoy, curiosamente, lo único que escucho allí es el silencio. Vuelvo a mirar al frente y sigo caminando; me queda un buen rato de camino hasta mi casa. 

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora