—Las personas y las naciones podrían vivir en gracia si no fuera por dos pequeñas palabras: «mío» y «tuyo».
Subrayo a lápiz esa frase de la novela «Tristán», la cierro, bostezo y me froto la cara. Estoy en mi habitación, sentado frente al escritorio, estudiando para el examen de Literatura de mañana. La profesora Goethe nos sugirió leer este libro para comprender mejor a su autor: Gottfried von Straßburg, una de las figuras literarias más importantes de la Edad Media alemana, pero me siento incapaz de apreciar sus versos por culpa del cansancio. Aunque mis párpados amenazan con cerrarse, me niego a rendirme, así que abro el libro de Literatura por la página treinta y dos y continúo repasando. Cojo un bolígrafo, me masajeo el hombro derecho con la mano contraria y me armo de optimismo. Venga, una lección más y doy por terminada esta dura jornada de estudio. No debo descentrarme. Nada podrá interrumpirme.
Nada, excepto Sylvia llamando a la puerta de mi cuarto.
—Samuel, he pedido comida tailandesa para el almuerzo —me avisa. Espera durante unos segundos a que le dé una respuesta y, cuando se da por vencida, vuelve a hablar—: no te quedes callado fingiendo que no estás ahí dentro, hermanito. Sé que llevas toda la mañana encerrado en tu habitación y que no has ido a clases. Pero no te preocupes, que no le diré nada a papá y mamá.
Intento releer por quinta vez la misma frase, sin lograr entenderla. Demonios, pensé que Sylvia no había reparado en mi presencia.
—Está bien. Solo vete, que me distraes.
—Ugh, qué niño tan borde —responde con hartazgo, provocando que levante la vista del libro. Entonces, la frase que me dijo ayer en el supermercado mi compañero de clases, regresa a mi mente de golpe:
«Intenta valorar el tiempo que pases con ella; el día que te falte la echarás mucho de menos».
Suelto de mala gana el bolígrafo y me revuelvo el pelo. ¿Es que ahora ese chico es la voz de mi conciencia o qué? Me giro en la silla, observo la puerta y le hablo de nuevo:
—Perdona, y gracias por pedir el almuerzo. ¿Me subirías una de las bandejas? —le pregunto con la mayor educación posible. Sí, seguro que así podremos mantener una conversación normal.
—¿Acaso te piensas que soy tu criada o qué? —me espeta. ¿Pero ahora qué hice?—. Cuando llegue el repartidor con la comida, bajas a buscar tu bandeja, que para algo tienes piernas.
Y se aleja de mi habitación, dejándome perplejo. Bah, no sé para qué me esfuerzo ni para qué le hago caso al idiota de Wolf.
Miro la hora en el reloj de pared con forma de gato siniestro que me regaló mi pareja: son casi las cuatro de la tarde. Tras esta conversación tan infructuosa, se me han quitado las ganas de estudiar por un rato, así que decido cerrar el libro de Alemán. Me tumbo en la cama y comienzo a leer otra novela que había dejado a medias, cuando unos golpes en la ventana captan mi atención. Me levanto, abro la persiana y descubro a Annie en el jardín delantero de mi casa, lanzando piedras con una energía rebosante. A veces me resulta extraño verla sin su ropa del colegio; lleva puesta una sudadera azul a juego con su pantalón vaquero deshilachado y unas zapatillas deportivas que antaño fueron blancas aunque, ahora, lucen grises.
ESTÁS LEYENDO
Rompiendo mi monotonía.
Teen FictionSamuel Müller y su nuevo compañero de clase, Rainer Wolf, competirán por una beca para estudiar en Estados Unidos. Lo que ninguno de los dos sabe es que esta rivalidad se convertirá en un profundo y complejo amor. 🏳️🌈 Historia con representación...