LXI. Mi etapa de transición y mi amor por la chica que se infravaloraba (I).

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Me encuentro en mi habitación, sentado frente a mi escritorio con la cabeza apoyada en una mano

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Me encuentro en mi habitación, sentado frente a mi escritorio con la cabeza apoyada en una mano. Contemplo mi desayuno con los ojos entrecerrados. Dios, tengo tanto sueño y estoy tan desanimado que dormiría durante tres días seguidos. Muerdo una de las tostadas que me preparó Samuel y bostezo. Como estoy aburrido, me centro en escuchar el ruido que antes ignoraba por ser monótono, y al que ahora vuelvo a hacer caso porque siento que me acompaña en el silencio de la soledad: el incesante tic tac del segundo de mi reloj con forma de gato, los pájaros que cantan animados al otro lado de la ventana de mi cuarto, el ronroneo de Mondschein mientras duerme o la voz de mi madre charlando por teléfono en el piso de abajo. 

Bebo de un tazón de leche y contemplo con una sonrisa pequeña el póster de Oasis que tengo colgado en la pared. Entonces, pienso en Annie. Ella me ha hecho compañía desde mi ruptura y me ha distraído de manera muy efectiva hablándome de cualquier tema al azar: su nuevo trabajo en el Nasse Katze, sus proyectos de futuro, los problemas digestivos de su gato o la serie que está viendo en Netflix. Me sorprende lo bien que me trata y lo dulce que es conmigo; dice que no debo pensar que incordio a los demás por sentirme triste, que me da espacio y me concede todo el tiempo del mundo para sanar porque me quiere.

Son, exactamente, los mismos consejos que le daría yo a ella si estuviese pasando por una situación similar.

Agradezco lo afortunado que soy de tenerla a mi lado, porque sé que no todo el mundo sería tan paciente conmigo como lo es ella. Un ejemplo de ello es mi familia.

—Oliver, tu madre y yo nos vamos a trabajar. No te quedes todo el día encerrado en tu cuarto y haz algo de provecho —exclama mi padre desde la cocina.

Me tiro en la cama y decido ignorar su recomendación; estoy demasiado a gusto aquí encerrado como para levantarme y ser productivo. Escucho la puerta principal cerrarse de un portazo y, cuando creo que al fin me he librado de sus exigentes regañinas, la voz de mi madre me saca de mi error:

—¡Oliver, baja de una vez! Cuando llegue a casa voy a preguntar qué estuviste haciendo todo el día.

Y escucho otro portazo que es acompañado, segundos después, por el ruido del motor de dos coches arrancando. Cuento hasta diez y resoplo; ahora sí que se han ido. Lanzo un cojín al suelo, bostezo y me froto la cara. Estoy muy cansado y he dormido fatal. Hace días que no logro conciliar el sueño. Cierta psicóloga me dijo una vez que el primer paso para solucionar un contratiempo era conocer su origen. Sé muy bien por qué estoy decaído; el problema es que no sé cómo enfrentar el dolor que siento.

Me giro en la cama y poso la mirada en el peluche de araña que descansa en mi mesilla, al lado del que tiene forma de topo. Escucho a alguien subir las escaleras hacia el piso de arriba y yo empiezo a contar los segundos que faltan para que vuelvan a interrumpirme: tres, dos, uno...

—¿Qué tal estaba el desayuno? —me pregunta mi hermano tras entrar en mi cuarto. Me mantengo en silencio pero dejo escapar una sonrisa. La verdad es que estaba rico; él cocina muy bien—. Si quieres te recojo los platos. 

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora