LXIII. Nuestra historia, rompiendo mi monotonía.

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Tres años después:

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Tres años después:

Naranja. Ese es el único color que percibo en este atardecer propio del verano, por el mero hecho de que no le estoy prestando atención a toda la gama de tonalidades que se desdibujan ahí arriba, donde el cielo anida. Prefiero centrarme en el hecho de que al fin he llegado a mi destino: la residencia de estudiantes de la universidad. Me bajo de la bicicleta y la encadeno en una barra de metal. Con cierta prisa, descuelgo la mochila de mis hombros, la abro y saco una pequeña jaula de su interior. Cuando miro lo que hay dentro, me encuentro con unos ojos azules que me escrutan con una intensidad casi hipnótica. Me agacho y dejo la jaula en el suelo, meto el dedo índice entre los barrotes de la puerta y siento como el animal me lo muerde con cuidado. Después, escucho un ronroneo y, sin poder evitarlo, dejo escapar una breve risa.

—¿Tienes hambre, pequeña Diosa? —pregunto, y obtengo como respuesta un sonoro maullido—. Entonces lleguemos a un acuerdo: yo te dejo salir de esta jaula y tú te portas bien, ¿te parece? —Le acaricio la nariz con el mismo dedo índice y me siento en las escaleras de piedra que hay frente a la entrada del edificio. Acto seguido, le abro la puertecilla y la gata da un salto, aterrizando sobre mis piernas—. Prométemelo, ¿no ves que si te descubren me meterás en problemas? Y lo que es peor: nos separarán.

Creo que la gata ha entendido mis últimas palabras, porque me mira con unas pupilas tan dilatadas como dos enormes orbes negros. Desabrocho mi abrigo y ella se mete dentro de él. Subo la cremallera para ocultarla y pienso en mi próximo plan: cruzar la puerta de la residencia y llegar a mi habitación sin que mi mascota sea descubierta.

Hago de tripas corazón, pongo mi mejor cara de besugo inexpresivo y cruzo la puerta. Cuando dejo atrás al vigilante de seguridad, que está distraído revisando su teléfono, murmuro:

—Bien, parece que hemos superado el obstáculo más difícil. Ahora solo nos falta llegar a nuestro cuarto.

Con disimulo, estiro el cuello del abrigo para revisar el interior y me encuentro con la pequeña cara de la gata, que me observa transmitiéndome una paz de lo más contagiosa. Bosteza y yo bostezo, estornuda y a mí me pica la nariz. El vigilante carraspea. Me giro y descubro que me está observando muy serio, de hecho, no saca sus ojos de encima de mi mochila. Le dedico una sonrisa para transmitirle confianza y que no crea que llevo ningún tipo de droga encima; sin embargo, él vuelve a carraspear, ahora con gesto de molestia. Es mejor que me largue corriendo de aquí.

Una vez que lo pierdo de vista, bajo las escaleras a toda rapidez pero, al posar el pie en el último escalón, la gata se revuelve y cae al suelo. Estoy a punto de atraparla cuando, de pronto, sale corriendo por el pasillo, tuerce a la derecha y desaparece. ¡Demonios!

—¡Samuel! —exclama de pronto una voz a mi espalda. Me doy la vuelta y me encuentro con una chica bajita y de pelo azul que se echa a mis brazos. Desde que la conocí cuando se sentó a mi lado el primer día de Psicología, siempre ha tenido la invasiva costumbre de abrazarme como si fuese un koala agarrado a una rama—. Cuánto tiempo, mi querido, sexy e irresistible Samuel, el Míster universidades que tanto quiero —empieza a adularme, y noto que palpa mi mochila buscando su cremallera.

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora