LVII. Mis peleas con las gallinas y la lista de objetivos que cumplimos juntos.

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Matemáticas

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Matemáticas. Enemiga de Luzbel, palabra prohibida en el infierno, arma de destrucción masiva utilizada contra púberes. Me encuentro junto a mis compañeros en la única biblioteca pública de mi pequeña ciudad, lápiz en mano, peleando contra las integrales más complejas. La desesperación es mi gran aliada y, la goma de borrar, mi mejor amiga. Claro, hablo metafóricamente, si no, Klaus ya la habría roto en mil pedazos. Llevo aquí desde las nueve de la mañana. Son las doce y Adolf ya ha ido seis veces al baño. ¿Es que los ejercicios le producen incontinencia o qué? Miro por tercera vez a la chica que está sentada en la mesa que hay a mi izquierda y esta, tras sonreírme, me guiña un ojo. Pues vale.

Termino de resolver uno de los últimos problemas y suspiro, recostándome en la silla; sé que no paro de quejarme para mis adentros, pero si lo hiciese en voz alta, todos me mirarían con cara de asco y me dirían «cállate, mameluco, que siempre sacas la mejor nota». No les falta razón, porque soy un maldito genio. 

Miro de reojo la libreta de Rainer y él mira la mía; cuando comprueba que todavía le faltan resolver tres ejercicios para alcanzarme, bufa y yo le dedico un corte de manga. Ahora intenta escribir todo tipo de insultos en mi hoja, sin éxito, porque mi dedo alzado ha aterrizado en su ojo. Reinhardt, a nuestra derecha, le tapa los ojos a Heidi mientras nos observa de manera reprobatoria por mancillar la inocencia de nuestra compañera con gestos obscenos. 

Me dispongo a hacer el siguiente ejercicio, cuando mi mano derecha empieza a dolerme tanto que incluso tiembla. Suelto el lápiz y la dejo descansar sobre la mesa, mientras con la otra reviso mi teléfono. Ojalá fuese ambidiestro. Leo los mensajes que nos ha dejado Tanja en el grupo de WhatsApp de la clase, recordándonos que ella sigue en cama, disfrutando de ser una vaga, mientras nosotros hemos madrugado para estudiar juntos. Contemplo el techo y suspiro. Entonces, siento que alguien me está tocando la mano adolorida; Rainer, sumido en sus ejercicios de matemáticas, la acaricia ante la atenta y recelosa mirada de Dagna y Adam, que están sentados frente a nosotros. Decido ignorarlos cuando, de pronto, mi pareja levanta mi mano y besa su dorso. Después, tacha un resultado con fastidio.  

Me recorre un escalofrío ante ese gesto; lo siguiente que veo es como mis dos compañeros se recuestan en la silla y, de pronto, siento una patada en mis partes.

—¡Joder! —exclamamos Rainer y yo al unísono. Parece que él también ha recibido una patada, pero le ha dolido lo suficiente como para meterse un cabezazo contra la mesa de la impresión. Madre mía, qué bestias.

—¡Iros con vuestras mariconadas a otra partecita! —bufa Dagna, y Adam asiente de forma enérgica con la cabeza, dándole la razón—. Estoy siguiendo una dieta libre de azúcar.

—¡Tss! —exclama el bibliotecario. La advertencia no detiene ni a Rainer ni a Adam, porque ambos empiezan una ridícula pelea que tiene como único objetivo darle una patada a la entrepierna del contrincante. Finalmente, es el segundo quien gana y mi pareja quien suelta otro quejido—. ¡Callaros de una vez!

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora