XLVI. Mis explosiones, causantes de terceras guerras mundiales.

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Durante este aburrido y lluvioso sábado, desde la mañana hasta la tarde, me he dedicado a estar encerrado en mi cuarto, leyendo el libro de psicología que me ha regalado el señor o la señora Alwufre —quizás sobra decir que he tardado bastante en a...

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Durante este aburrido y lluvioso sábado, desde la mañana hasta la tarde, me he dedicado a estar encerrado en mi cuarto, leyendo el libro de psicología que me ha regalado el señor o la señora Alwufre —quizás sobra decir que he tardado bastante en aprenderme ese nombrecito—. Primero he hojeado las páginas con la intención de averiguar si había quedado olvidada una nota aclarando el motivo de esta broma, cosa que no sucedió. Es que, ¿de verdad ha sido Gestalt quien me ha enviado el sobre? Ella no tiene este tipo de humor tan... pintoresco. He querido hablarle para aclarar lo sucedido, pero no ha aparecido por el Sinclair ningún día de esta semana. De hecho, tampoco responde a mis llamadas. Me gustaría hablar con ella; me dijo que cada vez que necesitase desahogarme, que no lo dudase y la llamase. Hasta hoy nunca lo había hecho porque no quería interferir en su vida privada. El problema es que justo cuando la necesito, no está. Podría pedirle su número personal a Wolf, pero nuestra relación no se encuentra en su mejor momento como para que le escriba solo para pedirle un favor.

Me llevo una mano a la frente y suspiro mientras repaso por ya incontable vez todo lo sucedido ayer. Me siento tan mal por cómo nos tratamos Annie y yo, y por cómo me enfadé con Rainer cuando él intentaba apoyarme. Lo irónico es que le pedí distancia pero ahora lo echo de menos. Demonios, de nuevo me culpo por problemas que no solo yo he provocado, y eso no me hace daño. Me toco el pecho porque siento punzadas cada vez que respiro. Este agobio va a acabar conmigo, ¿qué será lo próximo con lo que me sorprenda la vida con la intención de sobrepasarme, de averiguar hasta dónde están mis límite?

El sonido de un motor capta mi atención de pronto. Subo un poco la persiana y miro a través de la ventana: un coche acaba de aparcar delante del garaje. Compruebo la hora en el reloj de Annie y suspiro, nervioso, analizando una realidad: la persona que acaba de llegar a mi casa es Erika. Diablos, ¿qué le digo para disculparme?

—Oliver, ¡baja ahora mismo! —escucho gritar a mi madre, así que dejo el libro a un lado, me calzo y salgo de mi habitación hecho un manojo de nervios.

Empiezo a bajar las escaleras con una parsimonia un tanto exasperante. Cuando estoy a mitad de camino, me encuentro a mis padres en el recibidor, en frente de mi tía, quien está cerrando su paraguas para después quitarse el abrigo. Tras dejarlo en el perchero se percata de mi presencia, así que alza la vista y me observa con una mueca un tanto compungida que, la verdad, me resulta de lo más innecesaria.

No tengo claro qué hacer, si bajar las escaleras e ir a saludarla o huir hacia mi habitación; sin embargo, mi madre parece leer en mi actitud renuente mis pensamientos, así que se decide a hablar:

—Oliver, ven aquí. ¿No tienes nada que decirle a tu tía?

Inspiro, me acerco a ellos y agacho la cabeza, primer gesto que denota mi supuesto arrepentimiento. Mientras, mi mente da mil vueltas pensando las palabras exactas que debo emplear para disculparme. El problema es que no las encuentro, porque diga lo que diga, de alguna forma sonará horrible porque será una vil mentira orquestada por mi madre. 

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora