L. Mis silencios incómodos.

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A veces me pregunto hasta qué punto tenemos el poder de cambiar a una persona, tanto para bien como para mal

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A veces me pregunto hasta qué punto tenemos el poder de cambiar a una persona, tanto para bien como para mal. Y esas dudas me nacen, por ejemplo, ahora que acabo de llegar a casa de Rainer, mientras cruzo el pasillo en dirección a su cocina. Miro de reojo la entrada de una habitación que hay a mano izquierda, para ser más específico la sala, y no paso por alto lo ordenada que está. La verdad es que, desde que inicié mi relación con él, no he vuelto a ver ni un solo rastro de desorden en ninguna de las habitaciones salvo, claro está, su cuarto. Entonces, mientras medito en esto, un recuerdo surca mi mente, instalando una agradable sensación de calidez en mi pecho:

«No sé cómo eres capaz de ordenarlo todo en mi vida».

Sin duda alguna, agradezco haber aportado algo positivo a la vida de este chico.

—Hey, ¿me estás escuchando? —me pregunta de pronto Rainer, trayéndome de vuelta a la realidad. Yo, que acabo de tomar asiento frente a la isleta, cierro los ojos y niego con la cabeza. Como respuesta, se reclina frente a mí y sujeta mi rostro—. Te preguntaba si tienes hambre, no has comido nada desde el desayuno.

—Sí, un poco —respondo. Él enciende la vitrocerámica y coloca una sartén. Después va a la nevera, saca un huevo que casca en el borde de la encimera y vierte el contenido en un plato. Luego, empieza a batirlo con un tenedor—. ¿Qué vas a hacerte? ¿Una tortilla?

—Ajá, ¿quieres que te prepare algo? Total, tengo que hacerle la comida también a mi padre.

—No, gracias, no te preocupes.

Apoyo la barbilla en una mano y contemplo el paisaje a través de la ventana. El cielo está gris y el viento sopla con algo de fuerza. Bostezo y me froto la cara porque estoy un poco agotado. El motivo es simple: hoy he vuelto a dormir con Rainer y no logro conciliar el sueño cuando lo tengo tan cerca. Me pone nervioso y todavía no me he acostumbrado a este avance en nuestra relación. La verdad es que no hemos vuelto a hablar del tema de la llamada. De hecho, actúa como si nunca hubiese pasado nada. Pero desde aquella noche me ha pedido varias veces que duerma con él. Nunca me da explicaciones, simplemente se cuela en mi casa cuando mi familia ya está descansando y nos metemos en mi cama, abrazados, en silencio. Ni una sola broma, ni un solo comentario, nada. Tampoco le hago preguntas porque sé que no va a responderlas. Solo dejo que se duerma mientras pienso en lo vulnerable que se vuelve por la noche entre mis brazos, lejos de un mundo en el que finge ser fuerte. 

Me gustaría seguir meditando en este tema, pero la barriga acaba de sonarme como si se creyese una motosierra en celo. Madre mía.

—¿Seguro que no quieres comer? Dicen que cocino genial —se jacta, vertiendo ahora el huevo en la sartén. Acto seguido hace el ademán de estornudar, pero termina conteniéndose—. La práctica hace al maestro.

—Seguro.

La verdad es que me gustaría que me preparase algo, pero la idea de que alguien que no es de mi familia me cocine no me agrada; no sé, me hace sentir un poco caradura.

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora