XXXI. Mis palabras, tus silencios, nuestros miedos.

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Me despierto, por primera vez en muchas semanas, antes de que suene el despertador

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Me despierto, por primera vez en muchas semanas, antes de que suene el despertador. Lo primero que reconozco entre la tenue claridad de mi cuarto es el horrible reloj de pared que me regaló Annie, ese gato japonés con una sonrisa perturbadora. En serio, ¿en qué momento creyó que sería un buen regalo?

Me siento en la cama y compruebo qué día es en el teléfono: último jueves escolar del año. Hoy tengo el examen más difícil de todos, el de Matemáticas, y mañana entrego el trabajo de Biología. Oh, joder, es verdad, esta tarde quedaré con Wolf en casa para terminarlo. Suspiro, ¿la vida no sería más fácil si me pudiese esconder debajo de las mantas a esperar a que la tempestad pasase? Muchos animales lo hacen; se llama hibernar.

Algo interrumpe mis divagaciones mañaneras: las voces de mis padres y Sylvia en la planta de abajo, acompañadas de música navideña. Qué extraño, ¿qué hacen en casa a estas horas? Salgo de mi habitación y bajo las escaleras, centrado en no tropezarme con mi propio sueño, bastante interesado en saber qué sucede, pero sin grandes expectativas en la respuesta. Sin embargo, lo primero que veo al llegar a la sala de estar me deja sin palabras.

—¡Hola, Oliver! —me saluda mi madre, en un tono alegre demasiado enérgico del que no estoy acostumbrado. Está colocando el árbol de Navidad con ayuda de mi hermana, y ambas parecen luchar para que este no pierda el equilibrio. Menos mal que no tenemos un gato—. Qué milagro, tú levantándote cuando es debido.

—Sí, qué milagro —desliza mi padre, con cierto sarcasmo. Y no me extraña, porque se ha tenido que encargar más de una vez de llevarme en coche al Gymnasium cuando perdía el autobús. O él, o Sylvia. Y quien dice una, dice diez.

Pero no es todo este ambiente familiar el que perturba mi ánimo. No, en absoluto. Es un detalle que buscan que pase desapercibido aunque es imposible. Un detalle que está sentado en el sofá, es alto, castaño, de ojos azules y mirada huidiza, que levanta la mano para saludarme con inseguridad. Un detalle que ha propiciado que mi madre, quien me está observando con cierto recelo ahora mismo, me haya llamado por mi segundo nombre.

—¿Qué hace mi hermano aquí? —pregunto, a sabiendas de que el protagonista de nuestra conversación tiene nombre, está ante mí y puede sentirse herido por mi frialdad. Ni siquiera le he devuelto el saludo, ni me he interesado en darle un recibimiento como es debido.

—Pues lo de siempre, pasar las vacaciones con nosotros —responde mi madre, cogiendo unas guirnaldas de una caja vieja que está al pie del árbol. Papá se va un momento a la cocina y aparece, al cabo de un momento, con dos platos en la mano que nos ofrece tanto a mí como a Samuel. Ah, genial, me piensan distraer con el desayuno.

—Ya, ¿pero dónde está Erika? —inquiero, algo nervioso porque sé que no hay nadie más en casa que nosotros. Ante la falta de respuesta, Sylvia se aleja del árbol y se sienta en el sofá. Acto seguido, inspira y habla:

—No vino.

Gracias por la aclaración, hermanita. No me había dado cuenta.

—¿Y por qué no vino? Esto no es lo de siempre —prosigo. Sospecho cuál es la realidad que se esconde tras este asunto—. Quiero decir, hasta hace dos años, Erika siempre nos visita con Samuel antes de Nochebuena. ¿Es que este año no va a venir?

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora