XLIX. Mis llamadas a la línea caliente.

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¿Qué es el amor?

El amor es una curiosa sensación de ahogo. Es sumergirte poco a poco en un mar de sentimientos que te moja, que te envuelve y que te arrastra a la deriva. O, al menos, es a la deriva a donde crees que estás yendo cuando te enamoras, y como consecuencia de esa viajera incertidumbre, afloran todo tipo de inseguridades: ¿a dónde me llevará la corriente? ¿Cuánto tiempo seré un náufrago de este sentimiento que me da fuerzas y a su vez me las mengua? ¿Me salvaré, o terminaré por ahogarme?

Es, en el momento en el que te percatas de que no estás perdido, sino que te has encontrado, cuando empiezas a disfrutar de estar enamorado. Y el agua se convierte en los gestos de cariño de la otra persona, en sus sonrisas, en sus virtudes, en sus caricias. Pero esa es la superficie. A medida que te vas hundiendo en ese mar, descubres sus defectos, sus errores, sus tristezas y sus cargas, e incluso en ellos te sientes la persona más afortunada. Así que ansías morar en ese abismo de luz oscura y no volver a la superficie, ni llegar a tierra firme, para dormir siempre, siempre, siempre, abrigado en esa profunda humanidad.

Y ese remolino de sensaciones tan único como universal es lo que siente ahora mismo la preciosa pero puñetera gata de Rainer por molestarme.

Madre mía, ¡no para quieta!

Me encuentro en la habitación de mi novio, frente al escritorio, leyendo un libro de Bioquímica que contiene palabrotas tan raras como «ciclopentanoperhidrofenantreno». Madre mía, parece un insulto alemán. Mientras tanto, Megalodón está subida a la torre del ordenador que tengo delante, jugando a atrapar mis manos cada vez que intento escribir en el teclado. La observo achinando los ojos, en una clara invitación gestual a que me deje en paz, y esta empieza a golpear la tecla de «suprimir». Será suripanta, ¡me está borrando todo lo que he escrito en el Word!

—Diosa, ¡ven aquí! —exclama Rainer cuando entra en la habitación, justo en el momento exacto en el que había decidido atacar a su mascota tirándole de los bigotes. Él se agacha y se da un par de palmadas en las piernas para indicarle que salte a ellas. Megalodón accede a su petición, pone el culo en pompa y, justo cuando salta, Rainer se aparta y la gata aterriza fuera de la habitación. Acto seguido, le cierra la puerta en las narices. O mejor dicho, en el hocico—. Hala, ya te libré de ella, ¡y sin recurrir al maltrato animal!

—Tu gata a veces es insufrible —deslizo, volviendo la vista a la pantalla, y escucho un bufido que no tengo claro si proviene del felino o de su dueño.

—¿Perdona? ¿Qué forma es esa de dirigirte a mi diosa? ¿No serás tú el insufrible?

—Hablo en serio. ¿Por qué actúa así? ¿No estará estreñida?

—Lo dudo. Además, juraría que cuando te ve le entran más ganas de cagar. —Decido ignorarlo. Apoyo la cabeza en una mano y reviso el artículo científico que acabo de abrir en el ordenador. Entonces, Rainer se acerca a mí y me abraza por la espalda, posando su barbilla en mi hombro—. Se me olvidó decirte que ayer fue cinco de marzo, así que cumplimos un mes como pareja.

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora