LV. Mi extraña familia y los ataques de las albóndigas voladoras.

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Son las seis de la mañana cuando decido levantarme para regresar a mi casa

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Son las seis de la mañana cuando decido levantarme para regresar a mi casa. Rainer está durmiendo en su cama, destapado, dándome la espalda mientras se abraza a sí mismo. Deduzco que tiene frío, así que lo cubro con su manta de tiburones. Me desperezo, me froto los ojos y suspiro. Se podría decir que esta noche descansé bastante bien. 

Farah falleció la madrugada del martes pasado. Hoy es jueves. Estos dos últimos días he dormido con Rainer para que no se sienta solo. Sé que soy un adolescente y no tengo la capacidad de sanar un dolor tan grande como el de la pérdida de un ser querido. Sin embargo, no me importa ayudarlo con sus penas, al igual que lo están haciendo sus mejores amigos, su padre y su tía. Me alegra mucho saber que no está solo batallando con su propio infierno. 

Me acerco a él y acaricio su pelo revuelto. Tras unos segundos, se despierta por fin, aunque de una manera mucho más pausada que yo, como si le costase demasiado esfuerzo mover cualquier músculo.

—Buenos días —murmura, todavía dándome la espalda. Su tono frágil me hace añorar su alegre voz con la que amenizaba cualquier conversación. Es solo cuestión de tiempo para que vuelva a escucharla otra vez—. Dios, ¿qué hora es? ¿Nos quedamos dormidos? Perdona.

—¿Por qué me pides perdón? No me importa.

—Bueno... —murmura, ocultando sus ojos rojos y sus párpados hinchados sobre la almohada.

Sé que, a diferencia de mí, no ha dormido nada bien. Estoy seguro de que se ha despertado varias veces por la noche y que ha llorado en silencio para no incordiar mi sueño. Lleva desde el martes encerrado en casa; no ha asistido a clases y cuando lo visito debo tener mucho cuidado con cómo le hablo, porque cualquier palabra e incluso el silencio provocan que se derrumbe. Así lleva desde el martes, encerrado en casa sin asistir a clases, llorando por la más mínima palabra e incluso cuando solo hay silencio. No me quiero ni imaginar cómo lo pasa cuando está solo. 

—¿Y cómo has dormido, Rainfarn? —le pregunto para desviar el tema de conversación, y lo escucho soltar una escueta risa—. ¿Qué pasa? ¿No te gusta ese apodo? ¿Prefieres el de niño de las Converse de imitación?

—Calla —me pide, con una débil alegría destellando en su voz. Rodeo su cintura y pego su espalda a mi cuerpo—. Me haces cosquillas, niño Nike.

—Ya lo sé. Por eso lo hago.

Él se da la vuelta, dejándome ver por fin su rostro. Mi sonrisa se muere cuando aprecio la tristeza de su mirada. Él parece darse cuenta de ese detalle, porque tuerce la boca y se le aguan los ojos.

—Perdón, estoy siendo un lastre.

Sé que le he dicho mil veces que no se disculpe, pero también entiendo que no son suficientes. Que las palabras no tienen el efecto deseado cuando no ha pasado el tiempo necesario para sanar. Por eso lo acerco más a mí, lo abrazo con fuerza y se lo repito una vez más:

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora