LIX. Mis aventuras en el bosque de los magreos y el seto que destruimos juntos.

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A veces pienso que la vida es inherente al tiempo, que si se termina uno, lo hacen ambos y que el miedo es un obstáculo que detiene la vida; el problema es que mientras sucumbes al miedo, el tiempo sigue corriendo de manera inexorable

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A veces pienso que la vida es inherente al tiempo, que si se termina uno, lo hacen ambos y que el miedo es un obstáculo que detiene la vida; el problema es que mientras sucumbes al miedo, el tiempo sigue corriendo de manera inexorable. Por eso mismo me pregunto si es normal sentirse perdido y asustado cuando más seguro está uno de haberse encontrado a sí mismo o, por el contrario, soy único en mi especie y me gusta detenerme cuando estoy a dos pasos de la meta.

A ver, no quería ser yo quien te lo dijese, pero raro eres un rato.

Hoy me he levantado de cama con la mayor calma del mundo, pensando en el examen oral que debo realizar a las diez de la mañana. Sin embargo, un incidente del que prefiero no hablar ahora me ha recordado que este día significa el fin de un ciclo y, en vez de ir hacia la meta, me he detenido en mitad de la carrera, para huir después fuera de la pista.

Así que aquí estoy, el día en el que termino el Abitur, encerrado en uno de los baños del centro donde me examino. Con el trasero sentado en la taza del váter —cuya tapa está bajada, importante aclaración—, me distraigo leyendo en la madera de la puerta las ridículas declaraciones de amor que escribieron multitud de parejas hace años. «Daniel, cabrón, ya no querré tu rabo pero me sigues debiendo veinte euros». ¿Qué demonios con esta frase?

El ruido que producen un par de personas entrando en el baño capta mi atención, así que coloco los pies sobre la taza del W.C. para que no los vean y abrazo mis piernas, deseando que se vayan cuanto antes. 

—Si cierro los ojos y me pongo a mear desde esta distancia, ¿daré en la diana o salpicaré todo el suelo? —escucho la voz de Adam tras la puerta y, después, la risa de Rainer.

Entonces, el sonido de un chorro cayendo en favor de la gravedad provoca que se queden en silencio. Acto seguido, exclaman victoriosos y uno de ellos aplaude, no sé quién. Menuda panda de besugos.

—Oye, el otro día me puse a pensar en algo —prosigue Rainer cuando nuestro amigo se sube la cremallera.

—Wow, ¿pensabas?

—¡Sí! Es que me di cuenta de que tenía cerebro y me dije: vaya, pues ya que está ahí, vamos a usarlo.

—Qué me dices, ¿en serio?

—Te lo juro.

—¿Y en qué pensabas?

Pausa.

—Pues ya no me acuerdo.

Y se echan a reír.

—¿Y Samuel?

—Ni idea, no lo vi ni me ha hablado en toda la mañana.

—¿Y si se quedó dormido?

Otra pausa.

—Joder, que se quedó dormido. —Escucho el sonido de unas teclas al pulsarse y, de pronto, empieza a sonar la melodía de llamada de mi teléfono, así que me apresuro a apagarlo para que nadie se percate de mi presencia dentro del cubículo, en vano—. ¿Müller? ¿Estás aquí?

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora