XLII. Mi seguridad, ahuyentando tus miedos, prometiéndonos felicidad.

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Martes por la mañana

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Martes por la mañana. Estoy sentando en la cocina, admirando con tedio cómo dan vueltas las manecillas del reloj de pared. Levanto muy despacio el brazo derecho y empiezo a beber del vaso de leche que me he adjudicado como desayuno. Vigilo de vez en cuando la tostada que he abandonado en la mesa porque, en esta casa, la comida que no ha sido preparada por mi hermana está en constante peligro de extinción por culpa de depredadores ansiosos de una presa que no funcione como laxante. Bostezo y repaso mentalmente todo lo que hice ayer: levantarme y odiar al mundo por ser lunes, correr para no perder el autobús, llegar al Gymnasium para soportar seis aburridas horas de clases y besar a un compañero con la inestabilidad emocional propia de un koala con insomnio después de tocar el piano con él a mi lado. Espera, ¿qué? Por favor, ¿dónde tengo la cabeza? Hoy voy a ver a Rainer. Me niego, antes prefiero atragantarme con la leche. ¿Dónde está Sylvia cuando quiero que me intoxique? Oh, acaba de entrar en la cocina, maravilloso, perfecto. Vamos, ahora lánzame tus patatas asesinas, extermíname con tus guisos, méteme en el microondas. ¿A qué esperas? Dame uno de tus platos y provócame una indigestión que me deje anclado de por vida en el baño. Genial, acaba de coger un cuchillo para cortar el envoltorio de un paquete de queso. Olvídalo y clávalo en mi pecho, ¡demonios! Vaya, me está viendo raro. Espera, va a abrir la boca. Sí, sí, dime algo asombroso y estremecedor, que me haga caer y darme un golpe casi mortal contra la esquina de la mesa. Suelta eso tan jugoso que tienes en tu cabecita. Vamos, estoy listo para tus palabras.

—A mamá le llegó la menopausia —dice al fin, y yo escupo la leche tras atragantarme con ella. Demonios, esto no me lo esperaba. Ah, joder, me he babado. 

—¿Y es necesario que me lo cuentes?

—¡Por supuesto! —exclama, mientras busca algo en la nevera. No sé el qué, y ella tampoco parece saberlo—. Te aviso porque, desde que habló con su médico, está bastante desanimada. Dios, no la entiendo, yo sería tan feliz si dejase de tener la regla. 

Que sepas que la noticia de tu madre me afecta.

¿Eh?

Para bien. ¿Te imaginas un mundo con un mini tú? La naturaleza es sabia y por eso nos ha librado de esa terrible posibilidad.

Dejo de pensar cuando mis padres entran en la cocina, acompañados de mi hermano. Sin mediar palabra, se sientan en la mesa y le señalan a Sylvia la silla que hay en frente, indicándole con ese gesto que también se siente. Yo recupero mi tostada antes de que encuentre la muerte en una boca que no es la mía y los observo; no es necesario que estruje mi cerebro como si se tratara de esponja de baño para entender lo que sucede, porque el movimiento de mi padre acariciándose la tripa me explica que estoy a punto de presenciar un intercambio de palabras que tendrá como protagonista a la comida. O lo que es lo mismo: voy a contemplar como pisotean el orgullo de mi hermana en favor de una vida sana.

—Cariño, queríamos comentarte algo acerca de tu forma de cocinar —comienza mi padre este primer asalto, captando la atención de su víctima, quien afirma enérgicamente con la cabeza sin tener la más remota idea ni de que el combate acaba de comenzar ni de que va a recibir un puñetazo verbal en unos instantes—. A ver, lo primero que queremos decirte es que te agradecemos mucho el esfuerzo que haces para prepararnos la comida todos los días. Así que no sabemos cómo te vas a tomar esto pero... —titubea, se lleva las manos a la sien y me observa, como pidiéndome ayuda. Yo niego con la cabeza al momento y esquivo su mirada. Ah, no, a mí no me metas en tus matanzas, doctor Müller—. Esto...

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora