XLV. Mi balanza mental, desequilibrada.

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Tras lo sucedido la semana pasada en esa dichosa excursión, mi relación con Rainer ha seguido en los mismos y estancados términos, hasta el punto de que siento que él es más un compañero de clases que un amigo con el que comparto un vínculo amoroso

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Tras lo sucedido la semana pasada en esa dichosa excursión, mi relación con Rainer ha seguido en los mismos y estancados términos, hasta el punto de que siento que él es más un compañero de clases que un amigo con el que comparto un vínculo amoroso. Pero, ¿qué puedo esperar de lo nuestro? Cuando algo está destinado al fracaso, se le pone mucho menos interés. Simple. ¿Y qué tal me ha ido con Klaus después de nuestra pelea? Mal, bastante mal. De hecho, no nos hemos vuelto a hablar. Adam no ha sabido sobrellevar demasiado bien esta situación; su imparcialidad es un don que a veces le causa estrés. Sin embargo, lo que me dijo mi mejor amigo en esa excursión me ha estado martirizando, aumentando mi agobio.

Me encuentro en la cocina, sentado en la mesa. Observo con tedio el desayuno y suspiro, abro la boca y me meto la pastilla que he cogido para combatir el dolor de cabeza insoportable que llevo sufriendo desde la excursión. Me froto los ojos, mareado, cuando me encuentro frente a frente con mi hermano, que desayuna sus cereales con la vista clavada en ellos. Me pregunto si se habrá enterado de que estoy aquí. Mi madre, que entra en la cocina dando grandes zancadas porque tiene prisa para llegar al trabajo, lo saluda dándole un apretón en el hombro. A mí no me hace ni caso, ni me ha visto. Vaya, ¿será que ella tampoco se ha enterado de que estoy aquí?

—Cariño, recuerda que te vas con Sylvia a las doce, ¿de acuerdo? —le avisa mi madre, y él rueda los ojos. 

—Sí, mamá, me lo has dicho mil veces —responde con hartazgo.

—Pues eso, a la noche nos cuentas qué tal te ha ido.

Y se va de la cocina a toda prisa dando un portazo.

—¿A dónde vais? —digo, con la intención de tener más clara esta situación donde me he sentido perdido.

—A ver unos cursos.

—Oh, qué genial. ¿De qué?

—Aún no lo sabemos, de lo que quiera, supongo.

Qué rabia.

—¿No te apetece estudiar nada en concreto?

—No.

—¿Hiciste algo cuando vivías con Erika?

—Un curso de electricidad.

Wow, ¿lo sabrá mamá? Je, seguro que le parece algo con muy poca clase.

—¿Y qué tal?

—Lo terminé y conseguí un trabajo, pero me duró dos días.

—¿Y eso?

—No voy a hablar del tema —responde, esquivando mi mirada con una seriedad que me calla. Pero hay otra duda que me causa más curiosidad ahora mismo.

—¿No extrañas a Erika?

—Claro que sí.

No sé qué pasa por mi mente en este instante. ¿Quiero ayudarlo? ¿Quiero juntarlos de nuevo? ¿Quiero apartarlo de mi vista? No le doy más vueltas; voy a una alacena y cojo un bloc de notas y un lápiz. Acto seguido, arranco una hoja, escribo un número en ella y se la entrego.

Rompiendo mi monotonía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora