46. Heredera

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Salí con mi general a pasear por los bosques colindantes a su hogar. Charlamos por horas, lo dejé aconsejarme, enseñarme, e instruirme. Dejé que ese hombre me mostrase lo bueno que era, lo mucho que agradecía mi compañía.

La nieve, el frio y la calma de la mañana me ayudaron a alejarme de esos pensamientos, y los consejos de mi General me curaron un poquito el alma. Necesitaba hablar de lo que sentía con alguien que no quisiera cambiarme de idea, con alguien que veía una mujer preocupada, no una niña temerosa.

Caín me entendía, me decía la verdad que yo, en mi interior, ya conocía, y no la disfrazaba, no era paternalista conmigo, dejaba que la realidad me golpease y me curaba las heridas. Mi padre no solía hacer eso, mi progenitor colocaba colchonetas por donde pisaba para evitarme sufrimientos, sobre todo, tras la guerra con Ketsyä.

Volví a mi hogar. Paseé mientras pensaba en todo lo que había hablado con mi general. Dejaba atrás a Alarich, al traidor, al menos. Prefería alejar al mundo de la verdad, prefería que mi tío quedase como un héroe de guerra, como un hombre respetable, que no mostrarlo como lo que era: Un traidor.

Lo hacía por mí, por mi padre y ante todo, por Eathan. No quería que pensase de nuevo en todo aquello. Quería protegerlo del dolor, siempre lo había querido. Amaba tanto a ese idiota que no podía soportar saber que parte de su pena era porque yo había metido el hocico en el lugar equivocado, o al menos, en un lugar un tanto desagradable.

Alarich ya estaba muerto. Todo había terminado. Remover esa mierda no valía la pena.

Ante mi hogar solté a Dun. Lo dejé correr de forma libre a mi alrededor. Estaba pletórico, no dejaba de relinchar y terminó revolcándose en la nieve del suelo. Estuve un lago rato jugando con él, corriendo junto a él de un lado a otro, abrazándome a su cuello y acariciándolo.

Él era el legado de mi Alarich, el hombre que recordaba, el que me enseñó a montar con la espada recta, el que me levantaba en sus brazos por encima de su cabeza y me hacía sentir la niña más fuerte del mundo. Ese hombre que hubiese dado su vida por la mía sin pensarlo. Ese era mi Alarich, el mismo que compartíamos Dun y yo.

Había dos hombres, uno capaz de amar una niña débil e indefensa y otro capaz de odiarla, y aceptaba que existieran ambos. En todas las almas hay dualidades. Yo amaría eternamente al primero de ellos, a mi tío. El hombre que intentó acabar con nosotros no merecía ser recordado. Olvido. Ojalá se resolviera todo con él.

Tras dejar a Dun con el marido de la señora Fabyä entré en casa. La mujer me esperaba en la cocina con un tazón de leche caliente listo para mí. Estaba terminando de preparar la comida del mediodía.

—Usted se fue sin desayunar —me reprochó tendiéndome la taza.

—Pasa lista por lo que veo —dije con una risita. Ella me riñó con una mirada.

—Tómese esto, lleva un rato fuera y va a coger frío.

Me llevé la leche caliente a las manos, calentándome con la cerámica. Agradecí en verdad sostener esa bebida. La puerta trasera se abrió de un latigazo, me giré y encontré a Eathan sacudiéndose la nieve de encima. Iba cubierto y empapado de hielo a medio derretir. Lo miré sin entender nada.

—¡Vaya, gracias! —dijo él robándome la taza.

Se bebió la leche en dos tragos. Me devolvió el recipiente vacío y dejó un beso sobre mi mejilla. Luego se sacudió el agua que dejaba la nieve fundida sobre su cabello en mi rostro. Le pegué manotazo en medio de la espalda y ahogó un quejido.

Me atrapó y empezó a hacerme cosquillas en el abdomen, empujándome contra la encimera. Reí como una loca y lo apreté contra la alacena. Él me giró hacia la mesa, apretándome por las muñecas. Maté un ruidito de socorro en mi pecho. Derribamos una cesta con frutas durante nuestro forcejeo.

ERALGIA II, Los DemoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora