Capítulo XII

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   Cuando estacioné el auto frente a la iglesia, el reloj marcaba eso de las nueve de la mañana. Estaba ansioso por verlo.

   Acomodé mi camiseta blanca con un estampado de rosas en sus mangas, que combinaba con mi pantalón negro y zapatillas del mismo color. No había llevado suéter porque se suponía que John debía entregarme el mío, junto a mi billetera.

   Salí del auto y me adentré a la iglesia de forma rápida, sintiendo como la brisa azotaba mi cuerpo y desordenaba mi cabello. Logré posicionarme frente a la oficina de John, y sin más, le di tres toques a la puerta con ayuda de mis nudillos.

   Al instante se abrió. Sonreí al verlo. John tenía prendas negras que lo convertían en un religioso malditamente atractivo.

   —Buenos días, John. ¿Cómo amaneces?

   —Uhm, bien —se sonrió, al tiempo que se hacía a un lado para dejarme pasar—. ¿Y tú cómo estás?

   —De maravilla ahora que te veo.

   Sobre su escritorio tenía varias hojas escritas, y una calculadora. Estaba trabajando.

   —¿Te interrumpí? —le pregunté, sentándome en el cómodo sofá que estaba pegado a la pared.

   —No, tranquilo. Para nada.

   —Es que de ser lo contrario tampoco me iba a ir.

   Se rió. Dirigió sus pies al estante de enfrente, abrió su mochila y de ahí sacó mi sudadera, junto a mi billetera.

   —Ten —me las extendió—. La lavé anoche. Huele a lavanda.

   Olfateé la prenda, y estaba en lo cierto.

   —¿Para qué lo lavaste?

   —Ah, porque me la coloqué yo —contestó volviendo a sentarse frente a su escritorio—. Creí que la querías lavada.

   —Pues no. Quería oler tu sudor.

   —Ahg, qué asco —rió de forma suave—. ¿Para qué quieres oler mi sudor? Ni siquiera lo sudé, de hecho.

   —Bueno, tu olor corporal.

   —¿Para qué?

   —Para las veces que me ignores cuando te largues con Stuart que, por cierto, no está —sonreí triunfante—. Eso sí que son milagros, ¿verdad?

   —Paul...

   —Ahg, es cierto.

   Dio un par de vueltas en la silla, pero al poco tiempo retomó la concentración. Se acercó a su escritorio, tomó el lápiz y comenzó a releer la hoja que tenía unos números.

   —Mm, me falta poco —comentó—. No te aburre esperar un rato, ¿no?

   —Eh, no. Para nada.

   Apoyé mi codo en los brazos del sofá, teniendo mi cuerpo levemente inclinado en dirección el suyo; apoyé mi mentón de la palma de mi mano y lo miré, esperando a que terminara.

   Él escribió un par de cosas en la hoja e hizo un par de cálculos rápidos, y me miró.

   —Deja de verme así, me desconcentras.

   —¿Ah? ¿No te puedo ver?

   —Sí, pero... no así.

   Abrí mis ojos como platos y lo miré de forma intensa, haciendo apropósito lo que él me había pedido que dejara de hacer.

Forgive us ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora