Capítulo VIII

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   Alisté mi corbata vinotinto frente al espejo, y procedí a colocarme el saco gris que combinaba con el pantalón. Luego de eso acomodé mi cabello usando un delgado peine, para después guardar la billetera y móvil en los respectivos bolsillos.

   —Listo para la iglesia... Mierda, nunca creí decir esto —me reí bajito—. Esa es la clase de milagros que hace John...

   Sacudí mi cabeza para eliminar pensamientos tontos, y me apresuré a salir de la recámara. Crucé por el pequeño pasillo, bajé las escaleras de forma veloz y salí de casa, encontrándome con el bonito panorama mañanero de casi las nueve.

   Ah, y el de mis padres salir de casa también. Como siempre, mamá llevaba un vestido para nada extravagante de color miel, y tacones negros de estatura baja; mi padre y el adoptado de Mike trajes formales negros. Aunque mi hermano era tan idiota que siempre hacía el nudo de la corbata mal y papá tenía que acomodárselo antes de llegar.

   —¡Hola, mamá; hola, papá; hola, feo!

   Mi madre me miró con el ceño fruncido, mientras yo abría la puerta de mi auto.

   —¿A dónde vas vestido tan elegante, Paul? —inquirió.

   —A la iglesia.

   La carcajada de mi padre no se hizo esperar, y en medio de la misma, dijo—: ¡Qué buena broma!

   —No es gracioso que te burles de la casa de Dios, Paul. ¡Y ya deja de reírte, James! Por Dios Santo, qué inoportuno —resopló.

   —Pues no es ninguna broma, y tampoco me estoy burlando. —Me subí al auto, acomodé mi cinturón, y antes de encender el vehículo asomé mi cabeza a la ventana y les grité—: ¡Los veo allá!

   Comencé a conducir en dirección a la salida del lugar, y cuando miré a través del retrovisor noté su desconcierto pese a las caras que tenían. Seguramente mamá no se lo creía, y si se lo creía, probablemente comenzó a pensar el por qué mi cambio tan repentino.

   Esquivé un par de autos en el corto trayecto que no demoró más de cinco minutos, como lo estipulado desde un principio. Y cuando me estacioné frente a la iglesia, me di cuenta que ya varios habían llegado y que comenzaban a entrar.

   John estaba frente al portón, con su biblia en manos y el típico vestuario negro con el alzacuello. No podía creer que se viera tan bien, incluso vestido de esa forma tan santa.

   —¡Hey, John! —lo saludé cuando me bajé del coche. Él me miró—. Lamento lo de anoche, ¿bien? Sé que te molestaste, pero perdón por decirte eso y..., bueno, estabas en todo el derecho de colgar la llamada.

   —Oh, descuida. Si lo dices por eso, es que el móvil se quedó sin batería, y me dio vergüenza llamar cuando lo conecté porque era un poco tarde.

   Suspiré aliviado. No podía hacer enojar a John —aunque prácticamente lo hiciera cada dos segundos— tanto. Me sentía mal porque él, en vez de responderme con algo peor o ser grosero, sólo se iba para no decirme algo que me hiciera sentir mal.

   Por eso decía y estaba convencido de que John era una joya. Su forma de ser era increíblemente estupenda.

   —Y, hablando de todo —siguió diciendo al ver que yo lo único que hacía era mirarlo; al darme cuenta, me lamenté—, ¡sí viniste! No esperaba verte por aquí.

   —Te dije que sí. ¿No me creíste?

   —Es difícil creerle a alguien que le miente a chicas.

Forgive us ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora