Capítulo XXVI

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   Limpié mis mejillas cuando una lágrima se deslizó por dicha zona. Estaba encerrado en mi consultorio, faltaba poco para el mediodía y no sabía qué otra cara radiante y linda poner hacia la gente porque, evidentemente, no la tenía.

   Desprendí mi bata, la colgué sobre mi asiento y acomodé mi atuendo, que simplemente consistía en un delgado suéter blanco, pantalón de mezclilla y zapatillas del mismo color que la prenda superior.

   En ese momento, escuché tres toques en la puerta que me hicieron tomar aire con rapidez y parecer con un estado de ánimo neutro, y no deprimido.

   —¿Quién?

   "Paul, tengo hambre. Ya son las doce, ¿almorzamos?"; era George.

   Suspiré aliviado, al tiempo que me encaminaba hasta allá para abrirla. Mi amigo llevaba una camisa de vestir de un color amarillo bastante oscuro, que resaltaba del resto de sus perfectas prendas negras.

   Frunció un poco su ceño al verme.

   —¿Qué tienes?

   —Necesito hablar contigo —le dije, saliendo y cerrando la puerta del consultorio—. Pero no aquí —añadí.

   —Okey, está bien. Uh... déjame adivinar —olfateó el aire—. ¡Fresas!

   —Agh, ya cállate. Esto es serio.

   Su risa al menos me hizo sonreír un poco, y mientras lo hacíamos fuimos caminando en dirección a la salida del hospital hasta lograr llegar a mi auto y subirnos. Antes de iniciar la plática, conduje hacia un lugar de comida rápida para poder pedir —por la cabina de vehículos— una hamburguesa y una gaseosa para George.

   —¡Doble pollo! —exclamó, segundos antes de marcarle un prominente mordisco—. ¿Tú no vas a comer? —habló con la boca llena.

   Sacudí mi cabeza en negación y estacioné el auto poco más adelante, donde estaba el resto, cuyos dueños seguramente disfrutaban de un asado de res en el restaurante.

   —George, me pasó algo malo. Muy malo.

   Ni siquiera pude completar la frase: el solo recordar lo que me había pasado hizo que mis ojos hermosos comenzaran a nublarse de manera precipitada.

   —¿Qué... pasó?

   —Ayer domingo fui a misa, ¿no? Y vi a... a... —me costaba pronunciar su nombre—. A John.

   —Al sacerdote.

   —Al casi sacerdote —lo corregí, logrando que él rodara los ojos y que los míos se cristalizaran todavía más—. Y... —suspiré—. Ay, George... Fue un día genial, ¿sabes?

   —Ajá...

   —Y... luego llovió..., y yo me metí en su casa porque estaba empapado. Él me dio una ropa nueva y preparó chocolate caliente... Y... y él...é-él me preguntó quién era la persona ideal porque siempre la mencionaba y yo... O sea, todo el ambiente se tornó muy... muy incómodo, pero al mismo tiempo muy romántico...

   —¡Hiciste pecar al sacerdote!

   —¡Geo! Por favor, escucha —pedí, haciendo un mohín con mis labios; él me miró atención, mientras se dedicaba a morder su hamburguesa—. Entonces yo... yo le confesé que estaba enamorado de él y... ¿sabes lo que hizo?

   Con su boca ligeramente entreabierta, negó con la cabeza.

   —Me besó.

   —¿¡El sacerdote te besó!?

Forgive us ➳ McLennonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora