La vida, la muerte; un hilo invisible pende entre ambas, las separa y las distingue. Es tan sencillo de cortar y tan intrincado para asimilar.
Es que pensar que en un minuto todo va genial y que al siguiente ya no podría estarlo más, es agobiante, causa pánico.
Yo jamás creí que podría sentir algo parecido. Sí, sabía que los fallecimientos son comunes y normales, pero no creí que lo entendería a la fuerza a esta edad.
Fue rápido, impactante y desesperante al nivel que el mundo pareció voltearse hacia un lado, semejante a un terremoto: era el frágil hilo que se estaba quebrando frente a nuestros ojos.
Mi madre falleció a eso de las tres de la tarde un jueves como cualquier otro.
Los ojos de Tabita se perdieron ante el anuncio que un policía dio por teléfono. Lágrimas se resbalaban de sus orillas sin poder detenerlas. Para cuando me lo dijo su garganta parecía haberse cerrado hasta dejar una aguda y débil voz.
Llamó a papá, él no me dirigió la palabra. Se dedicó a abrazarla, contenerla y susurrarle que todo iba a estar bien. Luego arrancó el auto y nos llevó a la morgue para confirmar que era su cuerpo.
Sí lo era.
Unos días después el motivo de muerte fue revelado: había sido envenenada en su consultorio. Entre una cita de terapia y otra tuvo un descanso de una hora donde le inyectaron toxinas mortales. Cuando su próximo paciente llegó se encontró con su psicóloga asesinada en el mismo asiento que lo atendía.
No hay forma de saber quién fue el culpable.
En ese lapso de tiempo mi papá venía cada día a atender a mi hermana en todo lo que fuera necesario. Hacerse cargo de ella no le pesaba tanto como la muerte de su exnovia. A veces lo veía quebrarse cuando le preparaba el desayuno o lavaba los trastes que ella usaba. No duraba mucho, aunque sí eran notables las lágrimas que se secaba o los improperios que soltaba al aire creyendo que fue una injusticia.
Por las noches cuando él se iba, Jack arribaba para dormir con Tabita. Sólo dejaba caricias en sus mejillas y se acomodaba de tal manera que ella se sintiera segura. Otra vez gimoteaba, sollozaba, lloraba esperando que alguien la calmara.
Mientras tanto, yo me mantuve en silencio cada día. No hablaba, no gritaba, no dramatizaba, aunque tampoco recurría al llanto.
Falté a la escuela, también al trabajo. Algunos días olvidaba que tenía que ir, otros lo ignoraba apenas pensarlo.
No me costaba dormir, no me costaba alimentarme, no me costaba hacer lo que a diario hago, a diferencia de salir a la calle. No tenía ganas de socializar con Rony, con mis compañeros que se preguntaban qué me había pasado por mi ausencia o con Johann, quien cada día enviaba mensajes que no eran contestados.
Un día vino a casa. Papá supo quién era, lo reconoció por los títulos que lo vinculaban con Samira. No entró a mi casa.
Mis acciones no se sentían pensadas, sino involuntarias. Mi mente se preguntaba cientos de cosas a la vez que la sentía callada.
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Sumergida en el arte
Teen FictionLacey Bell huye de Johann como si fuera su asesino personal. Sin importar cuánto lo aparte, él regresa una y otra vez hacia ella por una razón ajena al resto: sus poderes mágicos. Un día decide darle el beneficio de la duda y preguntar qué es lo que...