Alexander Pichuskin

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Sherlock llegó al límite de la ciudad en menos de 15 minutos, pero de todas formas, para él, había sido un viaje eterno. Rodeó la esquina que ya conocía muy bien y terminó en la pared trasera del galpón. Estacionada ahí estaba la chata. Ahora veía que parte de la pared de madera era, en realidad, un gran portón, que habían dejado apenas abierto, como sabiendo que él no iría por la puerta delantera. Tratando de dominar la furia y el pánico, entró.

El taller, él lo sabía bien, era un galpón grande, donde podrían entrar cuatro autos tranquilamente, con espacio para maniobrar y todo. Pero al estar vacío, parecía aún más grande. Sólo quedaban un par de mesas de madera, y la fosa del mecánico, que él había visto llena de gomas viejas y otras porquerías, el día que requisó el lugar. También había visto, sobre una de las mesas, una pobre selección de herramientas, en estado algo dudoso. El piso era de tierra, por lo que se entendía que el policía tuviera virutas de metal y aceite de motor mezclado con barro en sus zapatos. Aparte de todo eso, y lo que quizá llamaba más la atención, era una especie de viga de hierro, que cruzaba gran parte del taller, con cadenas pendiendo de ella, en un sistema de rieles que le permitía al mecánico tirar de ellas para moverlas toda la extensión de la viga. Sherlock sabía que eso se usaba para quitar el pesado motor de los autos y moverlo hacia, por ejemplo, una de las mesas para trabajar con comodidad.

A pesar de la poca luz que entraba por una sucia claraboya, él podía decir dónde estaba cada una de las cosas del taller. Se lo había aprendido cuando vino. Sherlock, de todas maneras, entró despacio, con precaución, porque temía lo que podía encontrar. La mano rodeaba la culata del revólver de John, dentro del bolsillo del abrigo.
En principio, no vio nada diferente, sólo las motas de polvo, visibles en los pocos rayos de luz. Pero la claridad era suficiente para distinguir lo que había en medio del taller. Y vio sus temores hechos realidad.

Elizabeth estaba sentada en el suelo de tierra. Su abrigo púrpura, hecho jirones, colgaba aún de un brazo, mientras sus piernas se enredaban en la pollera, la misma que llevaba cuando bajó del tren, ahora llena de barro y desgarrones. Le faltaba una de sus chatitas. Habían atado sus brazos por sobre su cabeza, enganchados a la cadena de transporte, lastimando su brazo, evidentemente, pues no podía contener las muecas de dolor, mientras trataba de relajar el brazo dañado. Sherlock no podía creer verla así. Cuando vio su cara sintió un estremecimiento recorrer toda su espalda. A través del cabello revuelto y pegoteado, veía cómo de un corte cerca de la ceja izquierda le caía un hilo de sangre, que ya le llegaba hasta el cuello. Su párpado izquierdo se había hinchado hasta casi ocultar el ojo. Le habían atado un sucio trapo como mordaza, por el cual ella trataba desesperadamente de respirar. Probablemente no podía tomar aire por la nariz, que seguramente también había recibido golpes. La chica estaba en una posición terriblemente incómoda, debía sentarse derecha pues si relajaba la espalda, la cadena tiraba de sus muñecas, pero al mismo tiempo era agotador estar sentada derecha y con los brazos levantados. Cada tanto, el cansancio la vencía, comenzaba a arquear la espalda, e inmediatamente emitía un quejido, trataba de acomodarse el brazo y se ponía derecha de nuevo. Su rostro, lleno de tierra, mostraba los rastros de las lágrimas, y miraba al suelo, pues le era difícil levantar el cuello. El ojo que aún podía abrir había perdido todo su brillo. Aún así, se la veía tranquila, teniendo en cuenta dónde estaba y quién se la había llevado.

Sherlock se sintió algo aliviado, hizo bien en mandar a John con la policía, y seguir su instinto en venir a buscarla. Y, al menos, aparentemente, había llegado con cierto tiempo. Nada que un baño y un poco de cuidados no pudieran reparar. Y un yeso, quizá. Trató de normalizar su respiración y pensar fríamente. Ella no estaba ahí, al alcance de la mano, porque sí. Pichuskin estaría vigilando su llegada. Tenía que pensar bien cómo actuar, o ninguno de los dos saldría de allí con vida.

Lo veo en tus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora