Volviendo al ruedo

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Después de que el 221 de Baker St. fuera sacudido con tamañas noticias, finalmente la vida de sus habitantes volvió a la normalidad (claro que la normalidad de Baker St. no es la misma que para el resto de la humanidad).
Mientras Mycroft terminaba de lidiar con los trámites legales necesarios para que Elizabeth fuera reconocida nuevamente como ciudadana británica, la chica aprovechó su encierro obligado para hacer al 221 un poco más cómodo y habitable. También se dedicó a recuperar sus conocimientos químicos y forenses, bien investigando en los libros de Sherlock, bien utilizando su instrumental de química; el detective colaboró en esa empresa de muy buena gana asistiéndola y guiándola, y pronto fue claro para ambos que, con un poco de práctica, la chica podría volver a su trabajo normal. El forense que había quedado en el Barts reemplazándola no era otro que Philip Anderson, así que recuperar su puesto en la morgue no se veía tan difícil.

Molly había cumplido con su promesa de pasar a visiar a Elizabeth día por medio, y la primera tarde apareció con una bolsa de ropa, llenando de felicidad a su amiga, que contaba con muy pocas prendas, no podía salir a comprar ni tampoco tenía el dinero necesario. Cuando Lucas vació Widegate St. para venderlo, Molly guardó algunas prendas de su amiga, y ahora se las traía de nuevo, junto con un par de conjuntos de ropa interior nuevos y algunas otras cosas que le había comprado. La chica había llegado acompañada de Alicia, quien no veía la hora de volver a ver a su amiga, y que traía un hermoso mate junto con un paquete de yerba, lo que casi hace que a Elizabeth se le salten las lágrimas de la alegría.

Pese a que todavía le resultaba algo doloroso ver el vientre redondeado de Molly, Elizabeth pronto aprendió a controlarse; después de todo, ella sabía lo mucho que sus amigos habían deseado a ese bebé, y se sentía feliz por ellos. Así que trató de recordar ese hecho cada tarde que Molly la visitaba. Pocos días después, y ya de vuelta de su luna de miel, Victoria se unió a esas tardes de chicas, en las que fue incluída también la Sra. Hudson con mucho gusto.

Al fin Mycroft le trajo a Elizabeth su tan ansiada identificación y, después de una ardua negociación, logró que la admitan en la morgue del Barts bajo la supervisión temporal de Molly, hasta que se comprobara si podía volver a trabajar como forense de Scotland Yard. Elizabeth no emitió ni una queja, feliz de volver a su laboratorio, sin presiones y con tiempo suficiente para permitirle a su cerebro recuperar sus habilidades. Sherlock, en principio, tuvo la intención de hacer intervenir a Mycroft nuevamente para lograr que Elizabeth recuperara su puesto de enlace con el Yard; la relación del detective con Anderson no había mejorado demasiado, y para más, se había visto obligado a verlo reemplazar a su novia ese último año. Pero ella estaba de nuevo en Londres y Sherlock no veía la hora de que el pobre Philip regresara al trabajo de campo y le dejara el camino libre a la chica. Sin embargo, Elizabeth le dejó muy claro que era mejor hacer las cosas con calma, pues si ella recuperaba su puesto debido a Mycroft y luego algo le salía mal, la reputación de todos iba a quedar terriblemente maltrecha, y ya no habría forma de arreglarlo. El detective tuvo que aceptar que ese razonamiento era muy lógico y abandonó la idea, tratando de ser paciente y esperar que llegara la oportunidad para Elizabeth de mostrar que seguía siendo mucho más capaz y eficiente que Anderson, incluso luego de una terrible fractura de cráneo. Y esa oportunidad llegó tres meses más tarde.

Ese día, Elizabeth se despertó temprano, como todos los días. Ya se había acostumbrado a levantarse casi sin hacer ruido para no despertar a Sherlock, que solía dormirse más tarde que ella y nunca se despertaba antes de las diez, salvo las veces que trabajaba y que directamente no dormía.

Las primeras semanas luego de su regreso, el detective se despertaba al más mínimo movimiento o sonido, preocupado aún por si todo había sucedido en su imaginación; no había ayudado el hecho de que varias veces Elizabeth se despertara en medio de la noche, asustada y confundida al encontrarse en un lugar desconocido y ver a un hombre durmiendo cerca suyo. Sherlock, entonces, prendía las luces, se quedaba sentado a su lado y le hablaba hasta que sus recuerdos se acomodaban y ella se tranquilizaba. Luego de un par de semanas y de retomar su terapia, ya no hubo más incidentes, pero el detective aún reaccionaba ante cualquier ruido, despertándose preocupado, lo que fue un problema a la hora de empezar a trabajar. Cada día, la alarma del despertador de Elizabeth sonaba seis y media, y cada día Sherlock pegaba un salto al oírla.

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