Las Damas de Rosa

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Elizabeth se despertó al sentir los rayos del sol en su rostro, que se colaron a través de las ventanas. Algo confundida, se incorporó en la cama, pestañeando. ¿Por qué le caía el sol en la cara? ¿Y no se escuchaba más que el piar de algunos pájaros, y no el tráfico de Middlesex St.? ¿Y por qué entraba ese aroma tan delicioso a café a su habitación?

Tardó unos segundos en reconocer el lugar, hasta que se acordó; habían llegado el día anterior, cerca de las cuatro de la tarde, a Cutsdean. Fueron recibidos efusivamente por la Sra. Holmes, quién escuchó atentamente lo sucedido, abrazando a la chica que, vencida por los nervios, comenzó a llorar. Luego los acomodó, cada uno en una habitación, y dejó que Sherlock le mostrara la bonita casa de campo, aprovechando los últimos rayos de sol. Finalmente, había preparado una deliciosa cena casera y, al oír que Elizabeth hacía días que no dormía bien, le obligó a beber un té de yuyos, que la ayudaría a descansar. Todos esos cuidados maternales hicieron efecto en la chica, que no contaba con los mismos desde su temprana adolescencia; apenas apoyó la cabeza en la almohada, entró en un sueño tranquilo y profundo.

Con las piernas todavía entumecidas, se puso de pie y se acercó a la ventana. La habitación estaba en una esquina del primer piso, y la vista se extendía por los campos de Cheltenham. El verano se acercaba, y se veía todo de ese verde intenso, que llamaba a correr bajo el sol y tirarse al pasto, para ver las nubes pasar. Exactamente la clase de vida que ella siempre deseó tener. Quizá, si su buen nombre quedaba demasiado maltrecho, podría seguir su vida en ese tranquilo lugar, como dijo Sherlock en alguna oportunidad. Seguro que la Sra. Holmes estaría más que feliz de tenerla allí permanentemente.

Estirando los brazos sobre la cabeza, se acercó al ropero para cambiarse

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Estirando los brazos sobre la cabeza, se acercó al ropero para cambiarse. Los muebles, de madera "de verdad", y no de ese aglomerado que se usaba ahora para hacer muebles en serie, tenían ese aroma a madera y barniz, que le recordaba a la casa de su abuela y las horas pasadas junto a su padre, ayudándolo en sus proyectos de carpintería. Una oleada de nostalgia la cubrió, pero extrañamente no la hizo llorar; estar en esa casa se sentía como volver al hogar, y de alguna manera hacía que pudiera recordar esos momentos tan bien atesorados, no con el dolor de la pérdida, sino con la felicidad de haberlos vivido. Tener a alguien mayor tan dispuesto a cuidarla, como los dueños de casa lo demostraron, hizo que se sintiera capaz de afrontar los recuerdos que había archivado en lo más profundo de su ser. Con mucho mejor ánimo que los últimos días, se arregló el cabello cobrizo y bajó a la cocina, atraída por el café.

Al entrar, encontró a la Sra. Holmes acomodando la vajilla limpia de la noche anterior, mientras atendía a una cafetera manual de filtro, del tipo que le llaman italiano. Sobre la tabla rústica de la mesa había un apple pie que llamaba a comerlo entero. El Sr. Holmes leía un libro en un rincón. El reloj de la pared marcaba las nueve de la mañana; no tan tarde como pensaba, pero bastante para el campo, habiendo visto las costumbres en Lympne. Con suavidad, carraspeó desde la puerta, apoyando la mano en el marco de gastada madera

Lo veo en tus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora