Capítulo 11

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Me debí de haber quedado dormida en uno de mis camastros, porque cuando a mitad de la noche comenzó a llover, fui no solo la primera en saberlo sino arrancada de manera cruel de mi plácido sueño.

Empapada y alerta, entro a mis aposentos, buscando calor y en lo que encuentro con que secarme, escucho que tocan a mi puerta.

—¿Alteza? —llega a mis oídos la voz amortiguada de Tajteh, pero noto algo extraño en su tono—. ¡Alteza!

Mi puerta se abre estrepitosamente, y ahí, jadeando, se encuentra la mujer, primero buscándome en mi lecho y al ver que no me encuentro ahí, me busca por la habitación hasta que sus ojos me encuentran.

—Oh, alteza —suspira, acercándose con paso suave—. No quise despertarla de esta manera, pero... se trata de su madre. Al parecer, está a punto de dar a luz. El siguiente príncipe viene en camino.

—¿Qué? Pero si aún falta para que nazca. Los sacerdotes habían visto que llegaría hasta... no puede estar pasando —niego, y aunque me alegro por mi madre, mi mente no deja de pensar en mi hermana.

Pobre Maat. Lo que ha de estar sintiendo en estos momentos.

—Pues está llegando, señorita. Al parecer los dioses no quisieron retrasar más su llegada —vuelve a hablar, tomando un trapo de algún lugar y comienza a secarme con movimientos rápidos y precisos, pero me deshago de sus cuidados con un gesto—. Alteza... su madre la espera, quiere que esté a su lado.

—¿Y mi hermana? —pregunto, temerosa.

—Ella ya se encuentra allí.

Oh, Maat... debiste haberme esperado.

Tomando la única vestidura que mis ojos ven, me cambio lo más rápido que puedo, y secándome el exceso de agua en algunas partes, salgo de la habitación rápidamente.

Mis piernas parecen cobrar vida propia, y alzándome la parte baja de la gran túnica, me pongo a correr.
Escucho a Tajteh gritarme, pero no hay tiempo.

Tengo que llegar a tiempo.

Porque no estoy muy segura de cómo reaccionará mi hermana, porque sé lo difícil que es para ella todo esto.

Esta podría ser la curva final de su destino.

Este nacimiento... podría cambiarlo todo.

Podría cambiar su vida y no creo que mi hermana esté preparada para ello y debo estar ahí cuando suceda.

Cuando llego al ala donde se encuentran los aposentos de mis padres, veo a mi hermana fuera acompañada de Dakarai

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Cuando llego al ala donde se encuentran los aposentos de mis padres, veo a mi hermana fuera acompañada de Dakarai.

Un grito suena amortiguado tras la puerta, y no puedo evitar hacer una mueca.

—¿Maat, estás...? —le pregunto a mi hermana, acercándome, pero me detengo cuando niega.

Y ahí es cuando veo sus ojos grises, anegados en lágrimas.

—No he podido entrar —niega, llorando mientras continúa moviéndose—. No creo poder hacerlo, Tisza. Madre te necesita, tienes que ir.

—Pero tú...

—Yo me encargo de ella —me interrumpe Dakarai, y apretando la mandíbula, cruzo la puerta sin más preámbulo.

La habitación está levemente iluminada, pero ahí, a lado del dosel cubierto con seda, está mi padre. Y sobre la cama, se encuentra mi madre, sudorosa y llena de sangre entre las piernas.

—¿Padre...? —comienzo, pero un llanto suave, casi imperceptible me interrumpe.

—Felicidades Alteza. Faraón —dice la comadrona envolviendo sobre una manta dorada un pequeño cuerpo cubierto de sangre—. Lo hizo muy bien, mi señora.

Felicita la comadrona a mi madre mientras está hace una reverencia primero a mis padres y después a mí para comenzar a alejarse, pero mi vista está clavada en el pequeño bulto que se encuentra entre los brazos de mi madre entre sus brazos y al cuál le sonríe. Con paso seguro pero con el corazón desbocado, camino hacia la joven mujer y ahí es cuando lo veo.

Unos hermosos ojos grises, más claros que los de mi hermana me miran de regreso, y de una boca sin dientes brota un suave llanto.

—Es un hermoso niño —en cuanto las palabras son pronunciadas, algo en mi corazón se estruja.

No se si por la alegría de un nuevo miembro, o por el dolor al pensar en Maat. Supongo que por ambos y nunca imaginé llegar a sentir algo tan contradictorio como en estos momentos.

Estoy a punto de dar media vuelta, y salir con mi hermana, pero al girar, me topo con su cuerpo.

Está petrificada.

Sus ojos no se encuentran posados en los míos, sino en el bulto de mantas reales que nuestra madre tiene.

—¿Maat? —me aventuro pero no obtengo respuesta.

Estoy por tocar su brazo, pero me detengo cuando veo de sus labios salir un sollozo desgarrador.

Y cuando por fin la fría máscara de mi hermana se derrumba por un nuevo llanto, y cae de rodillas, soy yo quien la sostiene antes de que toque el suelo.

Mientras la acuno en mis brazos y murmuro palabras en un viejo lenguaje que aprendimos de niñas y siempre pareció ser el favorito de mi hermana, y su consuelo, me deslizo a su lado viéndola desmoronarse lenta y dolosamente.

Y con cada llanto desgarrador, una parte de mi corazón se derrumba.

Porque sé lo que esta llegada significa.

Todos sabemos lo que este nacimiento ha sido para mi hermana.

Sé que con el nacimiento de mi hermano, ha perdido su corona.

Ha perdido todo por lo que ella luchó, y sacrificó desde que éramos niñas con tan solo un berrido proveniente de alguien que aún no sabe lo que está pasando a su alrededor.

El pergamino de Tisza. [J.R. 2] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora