Capítulo 3: Santa Mónica

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Martes, 28 de marzo de 2017.

Voy saliendo de mi habitación cuando me llevo por delante otro cuerpo. Por la altura y el olor a rosas deduzco que es Valentin. Elevo la mirada por su pecho cubierto con una remera blanca hasta que me encuentro con sus ojos castaños.

—¿Qué haces acá?

Parpadea. Se da cuenta de lo cerca que estamos y da un paso hacia atrás, ahogándose con su propia saliva.

—¿Ibas a algún lado?

Siempre escapando de mis preguntas.

—Salgo con una amiga.

—¿Podes cancelar?

—¿Por qué cancelaría una tarde de compras en Chanel?

Comienza a mover el pie derecho de arriba a abajo, haciendo un ruido sordo contra el piso de mármol.

—Para pasar la tarde conmigo —murmura sonrojándose—. Si te parece bien.

No tiene malas intenciones. Intenta que me acostumbre a él, sin embargo, quiero seguir evitando su presencia por tres días más.

—Gracias por la oferta, pero no puedo —ignoro los ojos tristes que me pone y rodeo su cuerpo.

Escucho que viene detrás de mí y me bloquea el camino.

—Es una urgencia.

—¿Qué paso ahora? —me cruzo de brazos—. ¿Qué hiciste?

Suspira.

—Ayer me mude, por si no te diste cuenta, y quiero que te encargues de decorar el salón de mi apartamento.

—¿De verdad?

Se tarda en responder, parece estar viendo los pros y contra de darme todo el poder sobre la decoración de su nuevo hogar.

—Sí.

«Esto. Es. Mejor. Que. Ir. De. Compras.»

Le señalo la puerta. Valentin se adelanta a abrir y dejarme pasar primero, luego la cierra con su juego de llaves y me indica cuál es su auto. Tiene un Range Rover, color negro y ventanas polarizadas. Me abre la puerta del acompañante.

—Cuidado —musita antes de cerrar la puerta.

Mientras nos ponemos en marcha a Santa Mónica, le envió un mensaje a Sabrina disculpándome por no poder reunirnos hoy. Evito la parte en donde la dejo plantada por un chico.

Mis ojos se pasean por su brazo derecho, que sostiene la palanca de cambios. Me enfoco en los tatuajes que están dispersos en su pálida piel. Él se da cuenta de que lo estoy mirando, pero no dice nada.

—¿Dónde estuviste estos dos días?

—¿Eres esa clase de novia? —pregunta, riendo—. ¿La qué no deja respirar a su pareja?

Mantengo la mirada fija en él, se pone incómodo y deja de hacer bromas.

—No quería molestarte. Entonces lleve a Ian al aeropuerto y pase el domingo en la casa de mi mejor amigo en Hollywood West.

—¿Y ayer?

—Ayer hice la mudanza. Cuando volví a Beverly Hills no estabas.

—Tenía trabajo.

—Ah.

Nos quedamos estancados en un silencio muy incómodo. Empiezo a juguetear con mi anillo de castidad que  mamá me regaló cuando cumplí doce años. Ese mismo día me había encerrado en mi habitación para contarme que era el sexo, sus partes buenas y malas. El mejor regalo que puedes hacerle a una niña: quitarle la inocencia de una vez.

Hablando con la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora