Capítulo 3

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Evan

Desperté de mi típica siesta antes de una fiesta con todas las energías recargadas y me levanté de la cama. Hace unas horas tuve el entrenamiento más largo y duro de fútbol después de mucho tiempo. Michael y yo necesitábamos entrenar el doble antes del primer partido de la temporada que es la próxima semana contra otro colegio muy bueno. Tengo que demostrarles a mi equipo por qué soy el capitán.

Empecé a cambiarme y en eso tocaron la puerta de mi cuarto. Era mi mamá que entró sin que le diera pase, como de costumbre. Sonreí un poco al verla tan alegre de verme, pero su sonrisa se desvaneció en un segundo luego de darse cuenta que estaba cambiándome. 

—¿Vas a salir? —preguntó en un tono de voz que delataba su enojo y a la vez un poco de desilusión. 

—Si —me puse un polo y la miré—. ¿Por qué?

—¿A quién le pediste permiso? —se cruzó de brazos.

—¿Desde cuando lo hago? —reí.

—Evan, ya hablamos de esto —su cara se tensó y me acerqué a darle un beso en la cabeza. 

La miré y su sonrisa volvió. Es fácil hacerla ceder. 

—¿Llegó Michael? —pregunté aún pegado a ella. Olía a vainilla, como siempre, desde que era un niño.

—Sí, está abajo —suspiró—. No llegues muy tarde, por favor.

—Tranquila —sonreí.

—Está bien —me sobó la mejilla y antes que saliera del cuarto volvió a hablar—. Evan —la miré esperando a que continuara—. Nada de peleas —asentí con la cabeza y salí del cuarto.

Al menos mi mamá confía en mí, aunque sea un poco y cuando se trata de fiestas. Sabe que no tomo ni una gota de alcohol y llegaré a casa sano y a salvo. Bueno, sano no mucho. Usualmente llego golpeado por haberme metido en una pelea tonta o por defender a Michael de una. Eso le ha causado más que fastidio y es muy común que use la frase: "Me vas a causar un infarto un día de estos" cada vez que regreso con moretones y heridas.

Bajé las escaleras y me encontré a un Michael extremadamente aburrido sentado en el sillón de mi pequeña sala. Supe que lo estaba cuando noté que tenía las zapatillas desamarradas. Es raro, pero Michael, desde que era un niño, se desamarra las zapatillas para luego amarrárselas y "matar el tiempo" cuando está aburrido. Supongo que eso es a lo que le llamamos una Michelada.

—Hazme el favor de amarrarte las zapatillas y comenzar a caminar —rio y me hizo caso—. ¿A qué estabas esperando? —cogí mis llaves de la mesa del comedor. 

—Tu mamá me dijo que estabas dormido —se levantó del sillón y se acercó a mí—. Y cito, "ni se te ocurra levantarme cuando llegues a mi casa porque te juro que te dejo inamovible"  —fruncí el ceño al escuchar como trataba de imitarme. 

—¿De verdad me crees capaz? —alzó los hombros. 

—No quiero ni averiguarlo —reímos y le golpeé la espalda.

Salimos de mi casa y comenzamos a caminar hacia la de Tomás que no quedaba muy lejos de la mía. El chico era conocido por hacer estas fiestas de inicio de año. En realidad, hacía fiestas por todo, no necesitaba ni siquiera una excusa para hacer una. 

—¿Piensas tomar esta noche? —fruncí el ceño ante su pregunta—. Perdón —alzó los brazos en forma de inocencia—. A veces quiero pensar que el trauma que tu papá dejó ya no está.

—Si sigues hablando de eso sólo lo recordarás más.

—¿Cómo están las cosas en tu casa?

—¿Quieres? —saqué la caja de cigarros de mi bolsillo ignorando su pregunta y el negó con la cabeza.

Una vida contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora