𝒞𝓊𝒶𝓇𝑒𝓃𝓉𝒶 𝓎 𝒸𝓊𝒶𝓉𝓇𝑜

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𝔉𝔦𝔯𝔢𝔫𝔷𝔢

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Omnisciente

Unos días después, todos los estudiantes habían salido en tropel del Gran Comedor, donde todavía se estaba sirviendo la cena, para ver qué pasaba; otros se habían amontonado en la escalera de mármol; algunos estaban asombrados, y otros, incluso aterrados. Harry llegó al lado de Dakota. La profesora McGonagall se hallaba enfrente de ellos, al otro lado del vestíbulo, y daba la impresión de que lo que estaba viendo le producía un débil mareo.

La profesora Trelawney estaba de pie en medio del vestíbulo, sosteniendo la varita en una mano y una botella vacía de jerez en la otra, completamente enloquecida. Tenía el pelo de punta, las gafas se le habían torcido, de modo que uno de los ojos aparecía más ampliado que el otro, y sus innumerables chales y bufandas le colgaban desordenadamente de los hombros causando la impresión de que se le habían descosido las costuras. En el suelo, junto a ella, había dos grandes baúles, uno de ellos volcado, como si se lo hubieran lanzado desde la escalera. La profesora Trelawney miraba fijamente, con gesto de terror, algo que Harry no distinguía, pero que al parecer estaba al pie de la escalera.

—¡No! —gritó la profesora Trelawney—. ¡NO! ¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! ¡Me niego a aceptarlo!

—¿No se imaginaba que iba a pasar esto? —preguntó una voz aguda e infantil con un deje de crueldad; Harry y Dakota, que se habían desplazado un poco hacia la derecha, vieron que la aterradora visión de la profesora Trelawney no era ni más ni menos que la profesora Umbridge—. Pese a que es usted incapaz de predecir ni siquiera el tiempo que hará mañana, debió darse cuenta de que su lamentable actuación durante mis supervisiones, y sus nulos progresos, provocarían su despido.

—¡N-no p-puede! —bramó la profesora Trelawney, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas por detrás de sus enormes gafas—. ¡No p-puede despedirme! ¡Llevo d-dieciséis años aquí! ¡Hogwarts es m-mi hogar!

—Era su hogar hasta hace una hora, en el momento en que el ministro de Magia firmó su orden de despido —la corrigió la profesora Umbridge, y Dakota sintió asco al ver que el placer le ensanchaba aún más la cara de sapo mientras contemplaba cómo la profesora Trelawney, que lloraba desconsoladamente, se desplomaba sobre uno de sus baúles—. Así que haga el favor de salir de este vestíbulo. Nos está molestando.

Pero la profesora Umbridge se quedó donde estaba, regodeándose con la imagen de la profesora Trelawney, que gemía, se estremecía y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre su baúl en el paroxismo del dolor. Harry y Dakota oyeron un sollozo amortiguado a su izquierda y giraron la cabeza. Lavender y Parvati lloraban en silencio, tomadas del brazo. Luego oyeron pasos. La profesora McGonagall había salido de entre los espectadores, había ido directamente hacia la profesora Trelawney y le estaba dando firmes palmadas en la espalda al mismo tiempo que se sacaba un gran pañuelo de la túnica.

—Toma, Sybill, toma... Tranquilízate... Suénate con esto... No es tan grave como parece... No tendrás que marcharte de Hogwarts...

—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz implacable, y dio unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha autorizado para hacer esa afirmación?

—Yo —contestó una voz grave

Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral. Tenía un aire imponente allí plantado, como si lo enmarcara una extraña neblina nocturna. Dumbledore dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del corro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.

—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de Magia. Según el Decreto de Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla, y la he despedido.

Por sorpresa, Dumbledore siguió sonriendo. Miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:

—Tiene usted razón, desde luego, profesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia—, y yo deseo que la profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.

Al escuchar las palabras de Dumbledore, la profesora Trelawney soltó una risita nerviosa que no logró disimular un hipido.

—Boom. Dumbledore: uno. Sapo: cero —le susurró Dakota a Harry

—¡No, no! ¡M-me m-marcharé, Dumbledore! M-me iré de Ho-Hogwarts y b-buscaré fortuna en otro lugar...

—No —dijo Dumbledore, tajante—. Yo deseo que usted permanezca aquí, Sybill. —Se volvió hacia la profesora McGonagall y añadió—: ¿Le importaría acompañar a Sybill arriba, profesora McGonagall?

—En absoluto —repuso ésta—. Vamos, Sybill, levántate...

La profesora Sprout salió apresuradamente de entre la multitud y agarró a la profesora Trelawney por el otro brazo. Juntas la guiaron hacia la escalera de mármol pasando por delante de la profesora Umbridge. El profesor Flitwick corrió tras ellas con la varita en ristre, gritó: "¡Baúl locomotor!", y el equipaje de la profesora Trelawney se elevó por los aires y la siguió escaleras arriba. El profesor Flitwick cerraba la comitiva.

La profesora Umbridge no se había movido, y miraba de hito en hito a Dumbledore, que continuaba sonriendo con benevolencia.

—¿Y qué piensa hacer cuando yo nombre a un nuevo profesor de Adivinación que necesitará las habitaciones de la profesora Trelawney? —le preguntó la profesora Umbridge en un susurro que se oyó por todo el vestíbulo.

—¡Ah, eso no supone ningún problema! —contestó Dumbledore en tono agradable—. Verá, ya he encontrado a un nuevo profesor de Adivinación, y resulta que prefiere alojarse en la planta baja.

—Dumbledore: dos. Sapo: cero —le volvió a susurrar Dakota a Harry

—¿Que ha encontrado...? —repitió la profesora Umbridge con voz chillona—. ¿Que usted ha encontrado...? Permítame que le recuerde, profesor Dumbledore, que el Decreto de Enseñanza número veintidós...

—El Ministerio sólo tiene derecho a nombrar un candidato adecuado en el caso de que el director no consiga encontrar uno —la interrumpió Dumbledore—. Y me complace comunicarle que en esta ocasión lo he conseguido. ¿Me permite que se lo presente?

Entonces se dio la vuelta hacia las puertas, que seguían abiertas y dejaban pasar la neblina. Harry y Dakota oyeron el ruido de cascos. Un murmullo de asombro recorrió el vestíbulo, y los que estaban más cerca de las puertas se apartaron rápidamente; algunos hasta tropezaron con las prisas por abrir camino al recién llegado.

A través de la niebla apareció un rostro que Harry y Dakota ya habían visto antes, una noche oscura y llena de peligros, en el Bosque Prohibido.

—Le presento a Firenze —le dijo Dumbledore alegremente a la perpleja profesora Umbridge—. Creo que lo encontrará adecuado.

Volví.

Espero les haya gustado♥︎

-Dafne

𝒟𝒶𝓀𝑜𝓉𝒶//𝒟𝓇𝒶𝒸𝑜 ℳ𝒶𝓁𝒻𝑜𝓎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora