46. Silencio

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Karla McCall

Mis decisiones me estaban pasando factura. Lo que creí que podía dejar en el olvido había tomado vida en el presente de una forma que no me esperaba y que hizo pedazos mi corazoncito.

Mi mente iba a mil por hora y ni hablar de mi corazón. En mi cabeza solo se repetía la misma frase "Busca a Manuel y habla con él", porque si alguien podía darme las respuestas que deseaba oír y calmar el lío en mi cabeza, ese era él.

Nunca había sentido tanto desespero, angustia, dolor, pero también esperanza, porque todo esto podía solucionarse si hablábamos, si él me decía las cosas que deseaba oír.

La imagen con las notas fue el último mensaje de Angelina y ni siquiera fui capaz de responderle. Se creó un inmenso nudo en mi garganta y fue como si golpearan mi corazón con cada letra escrita en aquella hoja.

Nunca antes mi estado de ánimo había cambiado tan drásticamente.

Manuel siempre supo lo que yo planeaba en su contra pero, ¿cómo? No tenía ni idea, y para ser sincera tampoco me interesaba saber, ya no tenía importancia. Lo que anhelaba confirmar era que lo que inició como una venganza para él, se había convertido en amor en el camino, así como pasó conmigo.

No podía enojarme con él cuando yo fui la culpable de todo. No podía juzgarlo, cuando yo había hecho exactamente lo mismo, pero, ¿qué iba a hacer si él me decía que todo fue una mentira? ¿Y si me decía que había estado fingiendo todo el tiempo? ¿Cómo se supone que iba a reponer el daño que me causaría?

Dolía demasiado de solo imaginarlo.
Yo nunca antes me había sentido así.
Ni siquiera intenté retener mis lágrimas, ellas brotaron como cataratas y noté que lloraba cuando una lágrima golpeó la pantalla de mi celular.

Me puse un short negro y una sudadera de algodón color rosa pastel, fue lo primero que encontré en ese nudo de ropa que había en mi armario. Tenía que encontrar a Manuel y hablar con él. Había obtenido su ubicación rastreando su celular. No podía esperar hasta el amanecer, la ansiedad podría acabar conmigo.

Mamá, al igual que Jade, dormía; y papá estaba de turno así que podría salir de casa sin problemas solo si cuidaba de no hacer ruido.

El reloj en mi celular marcó las 12:15 a.m. Bajé las escaleras corriendo y tomé las llaves del auto de mamá que estaban guindadas junto a la puerta, la abrí y salí de casa sin pensarlo, sin mirar atrás. El frío de la madrugada golpeó mis piernas y agradecí haber tomado una sudadera para proteger mis brazos.

Fui hasta el auto y me subí en el. Se sintió extraño estar sentada tras el volante, no podía recordar la última vez que había manejado un auto. ¿Sabía hacerlo? Más o menos. Tenía una vaga idea y una que otra experiencia en calles. 

¿Qué era la vida sin un poco de riesgo? Nada.

Era mejor conducir el auto que caminar 15 calles de madrugada, sin Dafne como compañía. Si papá me hubiera visto hacer esto, me tomaría del cabello y me encerraría en mi habitación hasta cumplir los treinta.

Por voluntad propia me coloqué el cinturón de seguridad. Encendí el auto, llevé una mano al volante y otra al cambio. Mis manos temblaron y no supe si se debía al llanto o a los nervios. Dejé caer mi cabeza en el volante y me permití llorar como una niña pequeña en la oscuridad que me rodeaba.

No me sentía fuerte.
Mi fortaleza bailaba en un hilo muy fino al igual que mi estabilidad emocional. Me aterraba tanto saber que mi tranquilidad en este momento dependía de sus respuestas.

¿Qué iba a pasar si no escuchaba lo que quería oír?

Él se había hecho un lugar en mi corazón. Era el primer hombre, después de papa, al que amaba, porque si algo tenía muy claro era que lo amaba demasiado.

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