50. Kanuel

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Karla McCall

Nunca había tenido vacaciones tan deprimentes. Buscaba la forma de mantenerme distraída cuando estaba despierta y esperaba con ansias el mínimo rastro de adormecimiento para tirarme en cama y dormir como la bebé de veintidós años que era.

Todo por un motivo, no pensar en Eloy, aunque todo me lo recordaba y ya no sabía que hacer para mantener el control de mi mente.

Dafne no estaba ayudando, últimamente por alguna extraña razón mencionaba a Manuel más de lo normal, me preguntaba sobre experiencias vividas con él y no sabía muy bien si ella se daba cuenta que sus preguntas revivían recuerdos que me rompían el corazón.

Así no iba a superarlo nunca.

Ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando volviéramos a la universidad y tuviera que seguirlo viendo con normalidad porque teníamos amigos en común.

Era difícil tenerlo cerca. Lo comprobé en aquella fiesta y en aquel hotel. Esa madrugada me entraron unas increíbles ganas de pasarme por su habitación a hacer cosas para nada inocentes, pero era su culpa, porque recién iniciaba mi vida sexual y eso no hubiera sucedido si él no se hubiera aparecido en mi vida.

En varias ocasiones, Dafne, me pidió indirectamente que hablara con Manuel y en cada una de ellas me negué.

Se estaba comportando extraño.

Coloqué algo de música en mi celular y empecé a bailar frente a mi espejo una  coreografía de un grupo musical femenino. Me encantaba, en mi otra vida seguramente había sido bailarina profesional.

Bailaba para mantener mi mente ocupada mientras Dafne se le daba por llegar a mi habitación. Saldríamos a comprar algunas cosas que necesitaríamos este semestre en la universidad, y también compraría algo de ropa, un par de faldas, medias y blusas, así que esperaba pacientemente por Dafne mientras repasaba coreografías.

Subí una mano por entre mis pechos rumbo a mi cuello y la puerta de mi habitación se abrió de tiro.

Era ella. Dejó caer su mirada sobre mí y me miró extraño.

—¿Qué rayos estás haciendo? —preguntó mientras se adentraba y cerraba la puerta de una patadita.

—Bailando...

—Sabes qué he creído siempre —analizó y esperé por sus palabras—, que Dios te dió demasiada sensualidad. Eres sexy y caliente.

—Gracias... —Dije y meneé mi cabeza de un lado a todo.

—Quería decirte que encontré una canción preciosa... —dijo y empezó a hurgar en su celular—, te va a encantar, se llama Yellow.

Al oír el nombre de la canción mi cuerpo quedó paralizado y antes que pudiera negarme a oírla, la canción se reprodujo a todo volumen.

Mis oídos estuvieron prestos a centrarse en aquella melodía que logró opacar el sonido de la canción que se reproducía en mi celular. Fue como si un conjunto de imágenes se reprodujeran en mi cabeza con Yellow de fondo. Era nuestra canción. Lo recordé diciéndome amarilla y también explicándome por qué era amarilla y no otro color. Lo recordé en el parque de diversiones, sonriendo y gritando en la última vuelta de la montaña rusa.

Sentí mis ojos arder al oír su voz en mi cabeza llamándome: desastre andante. Recordé mi primera impresión acerca de él, y como esa imagen fue cambiando con el tiempo. Lo llamé aburrido, confundí su tranquilidad con aburrición y solo lo supe cuando me llenó de su calma, y me enamoré de ella.

Creí que éramos el complemento perfecto, pero me equivoqué. Siempre supe que algún día iban a romper mi corazón, no había nadie que se salvara de tan memorable acontecimiento pero, no creí que dolería tanto.

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