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La espera se hacía eterna y era tortuosa. No tenía idea de qué podía estar pasando ahí adentro. A juzgar por lo que había oído de Sebastian, podía estar sucediendo una guerra civil en aquella habitación. Pero por lo que lo conocía, sabía que iba a resolverlo de la forma menos ruidosa. En definitiva, cuando se trataba de su madre, era un niño abandonado, no un adulto iracundo.

Hacía rato había acabado su café, sentada en la escalera de mármol frente al hospital. La gente que entraba y salía del recinto era muy diferente a ella y a su familia. Veía a niñas de quince años con grandes barrigas de muchos meses, parejas jóvenes que claramente iban para tratar un tema similar, adultos heridos, ancianos con bastón.

Solía preguntarse por la vida de aquél cúmulo de desconocidos, pero en ese momento sólo podía observarlos y verlos lejanos y extraños. Sentía intriga y preocupación, y no podía dejar de imaginar el rostro de la madre que Bastian había perdido. Probablemente no se encontrara en el mejor estado, pero si había dado a luz a ese muchacho, debía de ser completamente hermosa, aún en las peores circunstancias.

Estiró las piernas y se reacomodó en el escalón. Lidia le tenía que decir algo a Bastian y aquello la inquietaba enormemente. Joy estaba segura de que más información explosiva no haría más que lastimarlo o hacerlo entrar en crisis.

Los parpados le pesaban por el sueño y el aburrimiento, por lo que ver la silueta masculina del blondo cruzar las puertas de vidrio la hizo sonreír. Se puso de pie, mientras él caminaba hacia ella.

No sabía si preguntarle qué había sucedido o si estaba bien. Abrió la boca, para improvisar, pero él la interrumpió.

—Ya está hecho —comunicó con los ojos fijos en ella.

Tenía la mirada mustia y enrojecida, los parpados hinchados y la nariz roja. Se lo veía tan vulnerable, que Joy sólo quería consolarlo, aunque no conociera el mejor procedimiento para eso.

—¿Quieres… hablar del tema? —probó.

Sebastian sonrió y sorbió la nariz.

—No —negó con una expresión de alivio—. Quiero dormir.

Joy asintió y comenzó a caminar a su lado, en dirección al hostel. Ya se les había pasado la hora de la cena, iban a tener que arreglarse solos. Hicieron el recorrido en silencio, disfrutando de la quietud que los rodeaba.

No se sentía incomoda por ese silencio compartido, pero la intrigaba lo que estuviera pasando por la cabeza de su acompañante.

Pararon en un kiosco y compraron algunos sándwiches para cenar, antes de seguir hasta el hostel. Sebastian parecía distante, taciturno. Por otro lado, se lo veía tranquilo, como quien termina de ganar una carrera por su vida.

Entraron en la habitación, cuya temperatura era cálida y olía a popurrí.  Se turnaron para ir al baño, mientras el otro se cambiaba en la habitación y, una vez cómodos, cada uno se sentó en su cama, con las compras en el regazo.

Aún no habían dicho más que una o dos palabras carentes de importancia, ni siquiera habían entablado una conversación miscelánea. Joy masticaba su comida, mirando las paredes, el piso, la mesa de luz de madera, suspirando de tanto en tanto.

Alzó la mirada, para ver de reojo a Sebastian. Sus mejillas re colorearon al instante, pues él la observaba sin un ápice de disimulo.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Gracias por venir conmigo, Joy —su voz se oía afectada.

Joy notó como el rostro de Sebastian se enrojecía y las venas de su cuello se marcaban por el esfuerzo que estaba haciendo para no llorar. Ella le dedicó la mejor sonrisa de su repertorio y se encogió de hombros. Aquél gesto pareció quitarle el dramatismo a la escena y Bastian relajó la expresión.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora