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La piel que cubría su abdomen no había sentido jamás la presión de manos ajenas. Tenía mucho calor. ¿Estaban en... un closet? No podía decirlo con certeza, no sabía cómo había llegado allí. Sólo estaba segura de una cosa: le gustaba lo que sentía.

Respiraba con dificultad y se contorsionaba al ritmo que una boca masculina marcaba, sobre la suya. Le faltaba ropa, notó. Tenía un pantalón largo y su remera no abrigaba su torso. Sin embargo, no tenía frío. Por el contrario, podía describir como la abrasaban las caricias.

Había una mesa allí. Con fuerza muy superior a la suya, aquellos brazos voluminosos la sentaron sobre la madera. Él tampoco llevaba remera y ella se perdía en la sensación de los músculos dibujados con precisión. Se creyó víctima de una droga, pues los párpados se cerraban, sin que ella lo comandara, y su cuerpo se torcía, ante la más mínima iniciativa masculina.

Quería colgarse de su cuello, hasta desaparecer en él. Quería consumirlo y consumirse. Hundió los dedos en los omóplatos suaves y trabajados, cuando él hincó los dientes en su cuello y besó aquél pálido espacio detrás de su oreja.

Las manos eran tan grandes que abarcaban sus pechos casi en su totalidad. Aún cubiertos, la hacían sentir extraña, poseída. Creyó que allí mismo acabaría por volverse cenizas, pero cambió de parecer cuando los besos comenzaron a bajar por su cuello y se hundieron entre sus senos.  

Aquello que la protegía de la intemperie se evaporó, sin que Joy pudiera decir cómo. Sus dedos eran ágiles, mucho más de lo que ella hubiera imaginado.

Comenzó a oír el crujir de la madera, sobre la que estaba sentada, y las fibras de las prendas que ambos llevaban aún puestas rozándose con desesperación.

Pudo escuchar como él respiraba con dificultad y sus propios sonidos. Eran gemidos, quizás. Quejidos, pues no sabía cómo terminar con aquella tortura, que sólo podía definirse como la incertidumbre corpórea.

Necesitaba más, o de otra forma se volvería loca.

Sus dedos no daban abasto, la espalda era tan grande y el pecho tan fuerte, que parecía no acabarse jamás; y pese a aquello, la inundaba el apetito insaciable.

Seguía preguntándose cómo había llegado a ese lugar, en qué momento se había quitado la remera y si había sido antes o después de que Sebastian perdiera la suya. Lo único que importaba, se repetía, era que estaba ahí y lo que estaba sucediendo. Lo único que valía era lo que su inexplorado cuerpo padecía en ese momento. El placer.

Tenía todo permitido. Lo que quisiera que su ser pudiera ofrecer, era para él. No imaginaba otras manos, otros labios ni otra respiración en su oído.

De un tirón, el cinturón que mantenía el pantalón de Bastian en su lugar, fue arrojado a la negrura. Joy se miró las manos y se preguntó cómo había sido capaz de quitárselo, antes de qué lo había desabrochado. En un instante, no había botones reteniendo ojales y ella podía sentir con claridad el cuerpo masculino con el que soñaba despierta.

Jamás se le había cruzado por la mente que las relaciones íntimas fueran tan frustrantes. Una gran frustración, que duraba eternos minutos, y que debía acabar en la satisfacción extrema, en el objetivo alcanzado. Pese a eso, no podía caber en su cuerpo más goce del que la colmaba. Aun cuando un hombre tironeaba con fiereza sus pantalones de mezclilla.

Él ya no los llevaba puestos y Joy podía acariciar sus piernas con la planta de los pies y con cada dedo de éstos. Sus gemelos eran tan rígidos como el resto de su cuerpo formado, pero la piel, y la vellosidad que la cubría, era suave y podía verla en su mente del perfecto tono rubio cenizo que ella admiraba todos los días.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora