Desde que esa muchacha había marchado de la casa, Joy había entrado en un estado nervioso y de fastidio. Todo le molestaba, que la casa estuviera como estaba le molestaba. Había limpiado cuanta habitación había aparecido en frente de ella, reorganizado todos sus libros por tamaño y alfabéticamente, y ya no quedaba una viruta de lápiz debajo de su escritorio.
Cuando se detuvo a tomar aire, se dio cuenta de que ya no tenía en qué canalizar su histeria. Subió las escaleras y prendió la ducha. Estaba completamente sola y el silencio la estaba enloqueciendo, así que se decidió por poner música relajante y darse un buen baño para calmarse.
Estaba enojada con ella misma, tanto por ingenua como por tonta. Siempre había creído mucho de sí misma, se dio cuenta. A fin de cuentas, era igual que todas las demás. Controlada por sus hormonas. No podía tener tal humor por un hombre, mucho menos por uno cuya naturaleza ella nunca había desconocido.
Cuando salió de la nube de vapor, se sintió mucho mejor. Se dedicó un rato a realizar un ritual femenino que jamás completaba, untándose crema y pasándose aceite de almendras por las puntas del cabello. Se sintió fresca y tranquila, habiendo bajado varios decibeles de nerviosismo. Por sobre todas las cosas, se sentía independiente. En ese instante, Sebastian era no más que un deseo lejano.
Con una renovada seguridad en sí misma, se vistió cómoda, con la idea de disfrutar de una tarde de lectura —que, desde hacía un tiempo, posponía por pensar el él—, bajo la luz de la gran ventana de su habitación y con una generosa taza de té.
Bajó las escaleras con una sonrisa y el pelo aún mojado, con destino a la cocina, mas no llegó a éste. Escuchó las llaves en la puerta y se detuvo a ver de quién se trataba.
Al ver aquel rostro conocido, se le cayó el alma a los pies. Toda la paz y confianza que había construido en las pasadas horas se había derrumbado al verlo. Quiso tirársele encima y golpearlo. Gritarle que, al menos, tuviera la decencia de no enviar a sus mujerzuelas a la casa. Tuvo el impulso de sacudirlo por el cuello de la camisa y decirle que dejara de jugar con sus sentimientos.
Sin embargo, cualquier arrebato murió cuando él levantó la cabeza y la enfrentó con la mirada perdida y los ojos enrojecidos. Parecía que no hubiera dormido en años.
Automáticamente, se acercó a él y le tocó la frente. Tuvo ganas de consolarlo con un abrazo, pero no se animó. No tenía fiebre. Estaba pálido, se había dado cuenta.
—Bastian —lo llamó—. ¿Estás bien? —intentó encontrarlo con la mirada, tomándolo por el rostro con ambas manos.
Finalmente, él la observó intensamente y asintió, volviendo en sí.
—¿Quieres un vaso de agua? —ofreció, a lo que él volvió a asentir—. Bien. Siéntate en el sillón, ya te traigo.
Caminó a paso raudo hasta la cocina, tratando de parecer calmada. La había ahogado la preocupación, parecía que Sebastian hubiera visto un fantasma. Más bien, él parecía un fantasma.
Abrió la heladera y tomó la jarra de agua. En el momento en que la cerró, el sonido de una corrida escaleras arriba la distrajo de su tarea.
Dejó la jarra sobre la mesada y caminó el trayecto que él había hecho, con mucha calma. Algo estaba sucediendo y no estaba segura de qué. De hecho no tenía idea de qué sucedía. Él no la haría partícipe de lo que fuera que lo había empalidecido de tal manera.
Mientras subía escalón por escalón, oía el abrir y cerrar de cajones y puertezuelas. Cuando, por fin, alcanzó la habitación de Bastian y se asomó a la puerta, lo encontró sentado en el suelo, con papeles sobre la cama y a su alrededor, y con una gran pila de cartas entre las piernas. Tenía en las manos la más amarilla de todas, de aspecto más viejo. Ya la había abierto y la devoraba con avidez.

ESTÁS LEYENDO
Pariente Legal
Ficção AdolescenteNecesitaba besarla de nuevo y lo haría, porque no había nada que pudiera impedírselo. Ni la sangre, ni un papel. ____________ Tiene errores miles, mil cosas que cambiar, pero amo esta novela, amo a mis personajes. Los quise y quiero, sufrí, reí y me...