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Joy miró el reloj de la mesa de noche y suspiró. Eran las cuatro de la mañana y estaba tan despierta como podía estar. Sabía que tenía que dormir, tenía su primer examen al cabo de dos días, pero no podía. Desde el escritorio la observaba un peluche de feria y tras sus parpados estaba instalada la voz de Sebastian, que parecía tener color propio. No podía dejar de pensar en la conversación que habían tenido, en lo fácil que había sido contarle todo lo que tenía que ver con su tatuaje. Aunque le gustaba hablar de su padre, trataba de no hacerlo. Primero, ponía a la gente incómoda, y segundo, a veces recordar era un arma de doble filo.

Desde que había entrado a la casa, después de la feria, sus ojos no parecían decidirse entre llorar o no. No lo hacía desde hacía tiempo. Por más que intentase, las lágrimas no lograban pasar de su párpado inferior antes de ser reabsorbidas.

Se sentó en la cama y tomó aire antes de ponerse de pie. Prendió la luz de la habitación, abrió el placar y comenzó a revolver en lo más alto hasta encontrar una caja de cartón azul, roída por el tiempo de abandono. Hacía años que no tocaba esa caja.

Se sentó en el suelo y observó la caja cerrada durante un rato. Sacudió la cabeza, quitó la tapa y comenzó a sacar libros grandes y de pocas hojas, cuadernos, anotadores. El último libro, el de debajo de todo lo demás, era uno cuyas tapas eran de cartón, la portada de brillantes colores y resplandeciente acabado. “La princesa y su vestido color rosa”. Sonrió con ternura, recordando las mil veces que lo había escuchado. Aún recordaba la primera línea: “Erase una vez, una princesa llamada Alegría.”

Abrió el libro y comenzó a leer, acariciando los dibujos que su padre había diseñado con tanto esmero, tratando de cumplir todas las peticiones que ella le había hecho. Llegó al final, tras leer la aventura del vestido perdido de la princesa Alegría, en dónde se lo dedicaba a su “amada Joy” y volvió a la portada. En la parte inferior había una cinta dorada dibujada, que se doblaba en las esquinas y caía con gracia. “por Robert Knight”.

No supo en qué momento había comenzado a llorar, sólo sabía que los ojos le ardían, que tenía las mejillas empapadas, la nariz tapada y que sólo podía abrazar ese libro de cartón y papel como si su vida hubiera dependido de ello. Quería guardar silencio, pero los espasmos se hacían más dolorosos con el paso de los hipidos. La presión en el pecho la iba a matar, pensó, estaba muriendo en vida. Lo extrañaba tanto, extrañaba que le leyera de noche, extrañaba sentarse y escuchar aquella voz grave, confortante y dulce. Lo quería de vuelta, quería que la obligara a comer avena en la mañana, que la arrastrara a la fuerza hasta el supermercado y luego le comprara un helado, al sentirse culpable por obligarla. Apoyó la espalda contra la pata del escritorio y descansó la cabeza hacia atrás, tratando de calmarse inútilmente. Le dolía la mandíbula y el puente de la nariz por la contorsión de su rostro, se sentía afiebrada. Quería morir, quería ir con él. Sabía que tenía que quedarse con su madre, que ella la necesitaba, pero no soportaba el dolor.

Veía a hombres que golpeaban a sus hijos, que les gritaban en público, a diario y no lograba entender por qué él se había muerto y no ellos, por qué le habían arrebatado a ese mundo al mejor padre que jamás lograría ningún dios crear. Sentía la tensión en el cuello, en los hombros. Tomó aire para relajarse, pero un nuevo llanto nació de su garganta, más fuerte, más profundo y más ruidoso. Las piernas le temblaban y era en vano intentar que se mantuvieran quitas. Sin soltar el libro, se abrazó las rodillas y hundió la cara entre ellas.

La puerta se abrió de golpe y Mel la observó cual tigresa protectora; Joy observó que tenía algo en la mano. Sus ojos se suavizaron al ver a su hija sola y fuera de peligro, aunque le tomó unos segundos comprender lo que sucedía. El delgado ángel de mármol que su madre sostenía, hizo un estruendo en el momento en que cayó al suelo, mientras Melanie corría para abrazarla.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora