24

10.4K 796 109
                                    

El techo se veía más aburrido que de costumbre. Deseó que fuera de madera y veteado, así al menos habría tenido algo que mirar. Hacía unos cinco días que no la veía y la caja del reproductor última generación que le había comprado se burlaba de él desde el estante de la pared. Era su excusa, pero parecía haberse vuelto un idiota en lo que a mujeres respectaba, porque no sabía qué decirle. La había llamado unas diez veces y había cortado antes del segundo tono. Suspiró el celular y observó la lista de llamadas realizadas y recibidas. La había llamado oficialmente tres veces y, en las tres, su llamado había sido ignorado.

Ella lo estaba evitando, probablemente lo odiaba por ser un idiota, un gusano. Aunque sabía que no tenía por qué sentirse culpable, no podía evitarlo. Cada vez que cerraba los ojos, veía los de Joy empañados por mérito suyo, por haberse revolcado con Lana, aún sin desearla.

Se volteó para quedar boca abajo sobre la cama y así fingir estar muerto. Jamás en toda su vida una chica le había ignorado los llamados. ¿Por qué no sabía comportarse con ella?, se preguntó, furioso. Tenía que dejar de actuar como él mismo, o al menos como lo más básico de él. No podía salir con chicas como Lana si quería que Joy le prestara atención. No podía hacerlo ni a escondidas, pues era evidente que terminaría enterándose por a o por b si vivía con él. Sintió un retorcijón en el estómago al pensar en ello y se le escapó una sonrisa. Pronto no le quedarían formas para evitarlo, pues vivirían en la misma casa. Ya Mel y su padre habían mudado casi todo, probablemente la casa de ellas parecía una abandonada, pues no debía tener más que uno o dos muebles. Mucho había cambiado en la suya. Ahora le daban ganas de usar la sala de estar, en donde había visto una película por día con su padre durante la semana. Habían cambiado los sillones por los de Mel y la decoración había mutado a una cálida. Hasta habían pintado las paredes, que su padre había dejado blancas, porque según él agrandaba el espacio. Melanie se le había reído en la cara y le había dicho que con ese criterio, todos los congeladores debían de ser enormes. Ahora las paredes eran del color de un durazno maduro.

La única habitación que quedaba por armar y amueblar era la de Joy. Parecía resistirse inconscientemente a la mudanza, aunque ya era inevitable. Faltaba mucho para su siguiente examen, o en realidad, había estudiado mucho ya y se podía dar unos días de descanso. Tenía ganas de leer y no tenía libros disponibles, así que estirándose se puso de pie. Tronó sus huesos y se puso el celular en el bolsillo, al igual que el porta documentos, que hacía a su vez de billetera. Tomó las llaves del auto de la mesa de entrada y se dispuso a salir.

Antes de abrir la puerta del auto, vio que el cartero corroboraba su lista después de mirar su casa. Se acercó y abrió la reja para dejar adentro cualquier cosa que hubiera llegado.

—Buenas tardes —saludó al hombre, que le devolvió la sonrisa cordial—. ¿Tienes algo para nosotros? —añadió señalando la casa.

—Buenas tardes. Sí, una carta a nombre de —leyó el sobre— Sebastian Saxton —dijo y el aludido asintió.

—Soy yo, ¿tengo que firmar algo?

—No, no hace falta. Que tenga un buen día —saludó el cartero, volviendo a montarse en su bicicleta.

Sebastian cerró la reja detrás de sí y volvió a abrir la puerta de su casa, mientras leía el sobre. El remitente decía Elaine Frederiks. Al leerlo, bufó, ya de mal humor, y subió las escaleras de a dos escalones. Entró en su habitación, abrió el tercer cajón de su mesa de luz y la arrojó sobre muchos otros sobres cerrados. Lo cerró de una patada y volvió a salir de casa. Se subió al auto y manejó hasta la librería más cercana, en donde un muchacho simpático de anteojos llamado Paul se pasaba las horas de su vida leyendo más que vendiendo libros. Siempre había sabido qué recomendarle, y no creía que fuera la excepción. No quería pensar en esa carta del demonio. Llegaba una vez por mes desde hacía seis meses y desde hacía dos, había llegado por semana. No había abierto ninguna y no quería hacerlo. Sólo tenía ganas de quemarlas o enterrarlas en el patio, pero por algún motivo no parecía encontrar la fuerza para hacerlo. Por ende, lo único que había podido resolver había sido meterlas en el cajón que jamás había usado. ¿Por qué, en el nombre de Dios y el diablo, se le había ocurrido a Elaine mandarle cartas? No lo sabía, no se lo preguntaba, no le interesaba.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora