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—¿Te gustan los juegos? —preguntó, a lo que Joy se volteó para mirarlo.

Llevaba al menos media hora preguntándole banalidades en un intento por conocerla o distraerla. Tal vez las dos. Para su sorpresa, se estaba comportando como todo un caballero. Le había comprado café con leche e incluso le había ganado un peluche. Podía decir que se sentía mejor que el año anterior, que se había pasado tres días en cama, comiendo y viendo películas tristes.

—No todos —le sonrió—. Me aburre La casa del terror, pero me gustan las montañas rusas.

—¿Y qué piensas de la rueda de la fortuna? —ella rió y le dedicó una mirada de gratitud. Le dio la sensación de que él se había sentido incómodo, o tímido. No podía estar segura.

—Está bien. No es mi juego preferido, porque es muy lento y no da adrenalina, pero tiene linda vista.

Él asintió, claramente descartando la idea, lo cual le causó gracia a Joy. Como acababan de comer, Sebastian le propuso sentarse un rato hasta que pudieran subirse a algún juego relativamente extremo —después de todo, era una feria chica, no tenía demasiado—, a lo que ella aceptó, concordando plenamente.

Se acomodaron en un banco de piedra con respaldo, justo debajo de un árbol, aunque la sombra no les diera a ellos. Era un enorme ciruelo que estaba allí desde que tenía memoria.

—No sabía que tu papá había fallecido —comentó él en voz baja, como si aquello disminuyera cualquier tipo de impacto sobre ella.

La realidad era que a Joy no le molestaba hablar de su padre, al contrario. Le daba la sensación de que era la mejor forma de mantenerlo siempre con vida, además de que fuera un hombre digno de recordar en voz alta. Un ejemplo.

—Sí, no fue algo bonito —sonrió para ocultar su pesar, aunque por la reacción de él, lo había hecho sin éxito.

—Lamento haberlo mencionado —la castaña negó y se acomodó el pelo detrás de la oreja, pues la brisa comenzaba a despeinarla y a lograr que su rostro se viera tapado por las hebras de cabello oscuro.

—No te preocupes, me gusta hablar de él.

Sebastian levantó las cejas, sorprendido, y la tomó por la muñeca. El calor de su piel la agitó al instante. Parecía hecha de carbón ardiente contra la suya, que estaba fría. También era mucho más tostada, la de ella nívea y blanca. Sintió que el corazón comenzaba a bombearle con fuerza, por algún motivo le resultaba no incómodo, sino íntimo. Los ojos oscuros iban del rostro atento de él a los dedos delicadamente en torno a su muñeca. Sumó la diestra para tomarle la mano casi con ternura, como a una pieza frágil de cristal. Pasó el pulgar por una pequeña paloma negra que ella había tatuado desde hacía años. Exactamente cuatro años.

En cuanto sintió la rugosidad de la yema de su pulgar sobre la tinta, sintió ganas de llorar y el aire se le escapó en un suspiro cortante. Pese a lo mucho que detestaba que tocaran aquella paloma, no podía moverse. No quería moverse. Sebastian permanecía muy concentrado, contorneando la forma del dibujo, quizás la textura de su piel, con los ojos celestes fijos en su muñeca, ella en cambio, no podía alejar la mirada de él. Le comenzaban a escocer los ojos, pero no lloró. No porque no quisiera, sino porque no lloraba desde hacía mucho tiempo, no podía hacerlo.

Los dedos de él se sentían como chispas escapadas de una hoguera, tocándola suavemente y quemándola en los puntos de contacto. De repente, el mundo se había reducido, ya no oía las risas y los llantos de los niños, ni los gritos desde la montaña rusa. Sólo podía sentir el perfume del árbol de ciruelas negras que tenía detrás, y escuchar su respiración acelerada y el bombeo arrítmico de su corazón, golpeando las paredes que lo contenían en un intento de escapar. El parecía rodearla como la brisa de octubre, aunque sólo la sostuviera con las yemas de los dedos.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora