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Si el teléfono volvía a sonar una vez más, Sebastian arrojaría al estúpido aparato contra la pared. No quería hablar con Ger, no quería hablar con nadie. Estaba enojado, con Joy, con él, con el mundo. Consigo mismo. Había olvidado recoger la fotocopia de un libro que necesitaba para la universidad. O, mejor dicho, había preferido olvidarlo, para no tener que molestar a Joy. ¿Por qué no aprendía de una vez a decirle las cosas sin que sonaran como insultos? Él sentía cosas por ella, pero la iba a lastimar. Estaba seguro de ello. No había tratado nunca con una mujer de ese calibre, no la entendía tampoco. Quizás la había contagiado y ahora se había decidido a jugar con él.

Carcajeó, odiándose por no poder siquiera pensar con coherencia. Joy no era capaz de tales cosas, era buena, lista, capaz y lo frustraba. Se estaba cansando de ponerse nervioso al pensar en ella, de no saber cómo actuar. Por una vez en su vida, había querido hacer las cosas bien, ser correcto, tratarla como se debía. Y lo había arruinado. Lo odiaba. Ya estaba todo dicho, ¿cómo iba a salvar la situación? La había humillado y no lo había intentado, pero a las mujeres a las que él estaba acostumbrado les bastaba con que les sonriera para saber que las consideraba atractivas. ¿Cómo convencía a alguien de que era perfecta? De que cada hebra de cabello vagamente ondulado era perfecta.

Suspiró, agobiado, y se tapó la cara con un libro que descansaba sobre su abdomen desde que había llegado a casa. Aún no sabía de qué se trataba. Porque, para empeorar las cosas, no podía concentrarse con Joy cerca. Avanzaba en el estúpido libro, pero no podía decirle a nadie cual era el conflicto principal. Esa mujer era una maldición, pero no podía dejar de quererla cerca.

El beso que le había dado aún le quemaba el cuerpo y el perfume femenino se le había impregnado en la ropa y en la palma de la mano. La había hecho enfadar y, por más que no quisiera, necesitaba repararlo.

El celular volvió a sonar y decidió contestar en lugar de abandonarse a un colapso nervioso.

—Hola.

—¡Hombre, era hora de que atendieras el teléfono! Ya me estaba cansando de llamarte —la carcajada nerviosa de Gerard indicaba que estaba andando con pie de plomo.

Sebastian se sintió el peor amigo del mundo. Había tirado a Ger, a su hermano, durante mucho tiempo. Todo por no querer contarle de Joy, por no querer saber qué sucedería cuando aquellos dos interactuaran. Y quizás un poco porque era amigo de Ann.

—Lo siento, Ger. He estado ocupado con esto de la mudanza, de verdad lo siento —escuchó que su amigo suspiraba.

—No pasa nada —respondió éste con la voz liviana y honesta, sin esa felicidad impuesta.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Bastian dejó el libro a un lado y se sentó en la cama, con el humor un poco más alegre. Había olvidado por qué era amigo de Gerard. El hombre era decente, era su compañero de ruta.

—Bueno, en realidad quería saber si seguías vivo —rió—. Y quería avisarte que mañana en la noche hay fiesta en mi casa. Eres mi co-anfitrión. No puedes faltar.

—Claro, ahí voy a estar. Puedo ir más temprano para ayudarte a acomodar todo, si quieres —ofreció, deseoso de salir corriendo de  su casa.

—No, está bien. No hace falta. No puedes dejar que tu hermana venga sola —carcajeó.

—No, claro —contestó atragantado—. Te veo mañana en la noche.

¿Qué le había molestado? ¿Qué la llamara su hermana o que la hubiera invitado? Necesitaba salir a toda costa. Se fregó la cara con las manos, completamente ofuscado, tratando de no odiar a su mejor amigo por un comentario sin maldad, un chiste.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora