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Con un suspiro, Sebastian dejó la última bolsa de basura a la calle. No recordaba que antes le hubiera pesado tanto juntar vasos y barrer restos de papas fritas. Ger seguía adentro, limpiando para que quedara la casa como nueva; luego restaba acomodar.

Tenía un mal humor que lo estaba volviendo loco, probablemente era un rejunte de cosas. Hacía frío, había bajado la temperatura de golpe, al mediodía. Entró soplándose aire caliente en las manos y cerró la puerta detrás de sí. Veía yaa  la casa de Ger volver a la vida.

Caminó hacia la cocina para encontrarse con su amigo, que echaba algo adentro de una cacerola. Se sentía la tensión en el aire, podía cortarlo con un cuchillo. No le había hablado en toda la mañana, aunque sabía que no tenía la culpa. Era él. Él y su indecisión. Seguida de su inhabilidad para hablar de sus sentimientos con alguien, aunque se tratara de su padre. Ni siquiera de Ann había hablado demasiado con su mejor amigo. Si bien le había contado lo obvio, no había llorado en su presencia, ni le había pedido que lo escuchara. Se preguntó qué tanto lo conocía, al fin de cuentas.

Bastian se apoyó contra la mesa, con los brazos y las piernas cruzadas. Gerard sabía que estaba ahí, pero no había hecho ningún comentario ni había amagado a darse vuelta. Seguía metiendo salchichas en la cacerola hirviendo con sal y pimentón.

Quería mucho a Ger, siempre sabía cuándo cerrar la boca —aunque a veces no se detenía y le causaba problemas—. Quizás también estaba a tiempo de mejorar la relación que tenían. Él sí había visto al pelinegro llorar por una mujer, lo había visto llorar por la muerte de su perro y por la de su abuelo. Compartía; sin embargo Sebastian se atragantaba con esas cosas que le pasaban y sufría en silencio. Nunca había tenido la necesidad de contarlo. Había creído, toda la vida, que podía manejar lo que le dolía solo.

Ya todos los invitados se habían ido y los habían dejado a ellos dos ordenando con la única compañía de una radio popular.

Al mirar por la ventana, vio una mancha naranja, olisqueando el suelo. Sebastian tomó una salchicha cruda y cruzó la puerta de la cocina hacia el patio. Necesitaba que pasara rápido el invierno, él era un ser de altas temperaturas. En el mismo plato en donde había servido leche tibia, dejó unos pedacitos de embutido. El animalito le olfateó el dedo, lo lamio y refregó su cabeza contra la mano del blondo, antes de volverse al plato y comer. Él estiró el brazo y le acarició el lomo al gato. Éste comía y ronroneaba sin dejar de masticar.

—Amigo, no puedo estar así —la voz de Gerard lo hizo voltear—. No sé qué hice, si no llegué ni a besarla. Y ni se te ocurra venir a negarme que ese es el problema —añadió cuando Bastian abrió la boca.

El gato volvió a refregarse contra su mano y Sebastian meditó un segundo antes de responder. Con la vista fija en el minino, acarició su lomo y suspiró.

—Trataste…

Sintió el estómago hecho una piedra. Lo había vuelto real. Una palabra y lo había vuelto real. Todo en él le gritaba que lo había arruinado. Si antes de admitírselo a alguien sentía presión, ahora estaba ahogado en ella.

—Ya lo sabía yo —carcajeó Ger, dándole una palmada tras otra en la espalda.

—No digas nada —pidió, cerrando los ojos, repleto de vergüenza.

—No es tu hermana.

—¡En parte lo es! —exclamó Bastian, volviendo a cortar pedacitos de salchicha, esta vez con mayor violencia.

—Emm… no. No lo es de ninguna forma. No deben tener ni el mismo tipo de sangre.

El blondo se puso de pie, mientras el gato se hacía cariños contra su pierna.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora