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Arrojado boca arriba en la cama, jugaba con una pelotita para el estrés. No estaba estresado, pero le gustaba pensar mientras arrojaba la pelota hacia arriba y atajándola luego. La cena había salido aceitosa a los ojos de los mayores, pero para él y para Joy había sido un desastre. Sin embargo, no podía dejar de pensar en el perfil de la muchacha, la nariz respingada y los labios abultados y delineados con precisión. Su expresión de exasperación se le había grabado en la mente a fuego. No podía estar ofuscado con ella toda la vida, primero porque él no era así, no era rencoroso. Segundo, si su padre decidía casarse con Mel —idea que no le molestaba—, no podría vivir con Joy en malos términos.  Tenía que arreglarlo. No estaba enojado, ni molesto y se había muerto por las ganas de invitarla a bailar la noche anterior, pero ella no había insistido ni le había dado una señal, por más mínima que fuera, de que quería que lo hiciera.

¿Estaba mal querer bailar con ella? Durante la cena no había podido dejar de mirarla, era su culpa por haberse puesto tan bella. Hasta el momento él la había visto vestida con ropa de hombre, zapatillas, el pelo suelto y desordenado —que le gustaba—; pero en la noche anterior había aparecido con un vestido de un color tan claro que le había costado definir en dónde comenzaba la tela y en dónde su piel. Le había resultado más esbelta y el cabello más sedoso. Le daba la impresión de que no se había maquillado, y sin embargo, sus labios le habían parecido más apetitosos que nunca.

Arrojó la pelota con demasiada fuerza, haciendo que golpeara el techo y logró atraparla antes de que golpeara también su nariz. No sabía qué hacer. Por un lado, quería arreglar las cosas, dejar en claro que no estaba enojado con ella, pero por otro sabía que si pasaban más tiempo juntos, terminaría por besarla sin darse cuenta siquiera de qué estaría haciendo.

Sacudió la cabeza y dejó la pelotita a un lado. Se sentó al borde de la cama fregándose la cara con las manos y se puso de pie en medio de estiramientos. Bajó a la cocina para encontrarse a su padre, sentado a la mesa, leyendo un libro histórico y tomando un vaso de gaseosa.

—¿Interesante? —preguntó tomando la botella de jugo de naranja de la heladera.

—Muy. La humanidad repite sus errores una y otra vez. La clave está en la historia —suspiró, dejando el libro a un lado. Esperó a que Sebastian se sentara, mientras se quitaba los anteojos y los apoyaba sobre su tomo—. ¿Qué te pareció Joy?

—¿A qué te refieres? —contestó, repentinamente incómodo.

—A mí me pareció una jovencita inteligente y preciosa. Además es muy educada —el muchacho observó a su padre, quien parecía ansioso por su respuesta.

—Bueno, no la conozco lo suficiente como para decir que es inteligente, pero sí es linda y educada —concluyó. No diría más de lo que su padre había dicho ni menos.

David asintió y dio un sorbo a su gaseosa, que descansaba sobre la mesa. Era claro a los ojos de Sebastian que había algo más, una sombra sobre el semblante de su padre. No sabía si era algo no dicho o una preocupación. Sabía que quería que se llevara bien con la hija de su novia, pero no era sólo eso, era algo más. Algo que lo estaba molestando.

—¿Por qué preguntas? —probó.

David levantó la cabeza, que antes se había encontrado baja, y le negó en medio de una sonrisa.

—No es nada importante. Sólo quería saber cómo te había caído. Siempre te quejaste de ser hijo único, es lo más cercano que puedo darte por ahora —a Sebastian se le secó la garganta.

Había implicaciones demasiado grandes en esa oración. Primero, que él era hermano de Joy, aquello lo hacía pecador por defecto, y segundo, que su padre podía estar planeando otro hijo a esa edad. No sabía si quería un bebé en la familia. No en ese momento, al menos.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora