Cuando despertó el lunes, lo primero que hizo fue mirar el celular. Al ver la pantalla sin ningún tipo de notificación, se vio cara a cara con la furia. Había desaparecido de verdad, quería escapar de ella, se dijo. Se le colorearon como el fuego las mejillas. La había escuchado y se había ido corriendo. No le había dado una oportunidad de hablar. No había tenido la decencia de explicarle que no sentía lo mismo. Ni siquiera por un mísero mensaje de texto a la madrugada.
Ya podía verlo, rodeado de mujeres, en fiestas, volviendo a ser ese Sebastian que ella jamás había tenido el desagrado de conocer.
Qué ingenua, pensó. Creyendo que la gente —que él— era más que lo que aparentaba. Pero había resultado que, tal como ella había deducido en primera instancia, el blondo no era más que un cobarde, un mujeriego y no tenía un gramo de caballerosidad en el cuerpo.
Se volvió a arremolinar en la cama y deseó ser otra persona, viviendo en otro lugar, sin conocer a nadie. Para colmo, pensó, al día siguiente debía levantarse temprano y repasar los últimos detalles antes de ir a rendir un examen para el cual no se sentía para nada preparada.
Aquello de pensar en muchachos la distraía demasiado.
Deseó que Juls siguiera siendo gay, para poder quedarse cómodamente en su casa durante una semana para estudiar, también. Pero no le parecía justo para Bree, quien le caía muy bien.
Estirándose en la cama, fijó la vista en el cielo raso. La perspectiva de ese lunes la hacía sentir en un domingo eterno.
Miró el reloj. Dictaba las nueve de la mañana, lo cual era tarde para alguien como ella, que solía ser activa en las primeras horas del día. Pero allí estaba, envuelta en un pijama de dos piezas, con botones, y con el cabello completamente revuelto. Abrió la puerta y se extrañó al no tener aroma a desayuno que olfatear. La casa estaba calefaccionada y un silencio profundo la inundaba. En la cocina se sentía el frío de lo inhabitado, sumado al ronroneo molesto de la heladera. En cuya puerta notó un papel rosado con la bella caligrafía de su madre.
Se habían ido a desayunar a un evento laboral. No decía mucho más que eso y que la amaba, por supuesto.
Suspiró, más aburrida aún que cuando recién despertada, al imaginarse todo el día boyando de superficie mullida a superficie más mullida. Vertió leche en una cacerolita y la puso al fuego. Se encontraba abriendo el paquete de avena instantánea, cuando el timbre sonó ruidosa y repetidamente.
—¿Quién es el desgraciado? —preguntó al aire, antes de volverse a la puerta de la cocina.
Mientras caminaba hacia la entrada, la campana seguía sonando. Como si el que esperaba del otro lado, hubiera creído que ella podía tele-transportarse al instante a su disposición.
Se puso en puntas de pie y acercó el rostro a la mirilla. Era una chica. Frunció el ceño al no reconocer nada en ella. Sopesó si abrirle la puerta, estando sola en casa, pero se dijo que se veía inofensiva.
Entreabrió, dejando que una línea de helada le golpeara el rostro. La muchacha era bellísima. El típico caso que, hiciera lo que hiciera, siempre se veía bien.
No se le ocurría por qué una chica así estaría en ese momento en la puerta de su casa. La miró de pies a cabeza con el rechazo que toda muchacha intelectual sentía por rubias de piernas largas.
—¿Sí? —preguntó, asomada, sufriendo el frío.
La muchacha se tomó su tiempo para responder. Miraba con detenimiento la fachada de la casa, mientras mascaba un chicle. Llevaba un jean ajustadísimo y unas botas que parecían pantuflas. La campera estaba inflada y levaba peluche en la capucha. Ella tenía rasgos perfectos, la punta de la respingada nariz estaba sonrosada, al igual que una boca abultada y con forma de corazón.

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Pariente Legal
Novela JuvenilNecesitaba besarla de nuevo y lo haría, porque no había nada que pudiera impedírselo. Ni la sangre, ni un papel. ____________ Tiene errores miles, mil cosas que cambiar, pero amo esta novela, amo a mis personajes. Los quise y quiero, sufrí, reí y me...