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Se había pasado todo el día sentada en un rincón de la cafetería, leyendo —cosa que hacía tiempo que no hacía—, pero sabía que no podía evitar a Sebastian por siempre. Tampoco quería hacerlo, aunque la vergüenza que sentía al verlo era inmensa.

Había escogido un libro de fantasía, sin nada erótico y con una cuota de romance diminuta. Sin embargo, no había evitado que, entre capítulo y capítulo, se encontrara con la mirada perdida entre los pliegues del tapiz del sillón. El sueño, que había tenido la noche anterior, se repetía una y otra vez en su mente.

Quería pensar en cosas más importantes, pero no podía. Las imágenes estaban instaladas ahí, proyectadas detrás de sus párpados, sin intención alguna de retirarse. La frustraba sentirse tan en las nubes y tan nerviosa, como una quinceañera.

Tomó coraje, dejó el dinero en la mesa y se levantó, para marcharse a casa. Tenía que comportarse como la adulta que era. Además, estaba en una suerte de relación amorosa con él, no debía incomodarla tanto. Quizás, pensó, no era tanto incomodidad lo que sentía, sino miedo. Definitivamente se sentía ansiosa por la llegada del momento de tamaña intimidad, pero la aterrorizaba la idea.

En todas las historias que había leído y visto, la primera sensación en el acto era un dolor inenarrable. Una puntada desgarradora en la parte más sensible de su cuerpo. No la emocionaba. Sin contar el pudor que le causaba la idea de desvestirse y ser víctima del escrutinio del segundo hombre en su vida al cual quería, desesperadamente, impresionar.

Siempre podía no gustarle algo de ella. Las inseguridades nunca la habían desvelado; había crecido con confianza en sí misma y nunca se había sentido menos. Claro que nunca había tenido un objeto de deseo ni la necesidad de cautivar a nadie. Sin embargo, ahora la acechaban sus piernas, su cintura, sus pechos, sus labios, sus lunares.

Comenzó a caminar por las calles, hacia su casa. Quería verlo, por más de que sus mejillas se prendieran fuego, al hacerlo.

Un poco más animada, apuró el paso. Tenía que dejarse ser, se dijo, disfrutar. Permitirse sentir las mariposas, los nervios y las ansias.

Vio los autos en la entrada y supo que todos estaban en casa. Con una bocanada de aire, abrió la puerta y entró en la atmosfera familiar de aroma a jazmines, la flor preferida de su madre, quien siempre se ocupaba de que hubiera un ramo fresco en la entrada de cualquiera fuera su lugar de residencia.

Cuando puso un pie dentro de la casa, se encontró con su madre, leyendo en el sillón, y Dave, con los anteojos en la punta de la nariz, con el diario del día en la mano.

—Hola, ma, Dave —sonrió con cariño a la pareja que, desde sus asientos, le devolvieron el gesto.

—¿Tienes frío, cariño? —preguntó Mel, quitándose la manta que la cubría—. ¿Te preparo un té?

—No, no, quédate. Se ven demasiado adorables, como para hacerlos moverse —carcajeó—. Yo me preparo uno.

Caminó hacia la cocina, a espaldas de la pareja, más nunca llegó a destino, pues un movimiento en el rabillo del ojo llamó su atención. Sebastian agitaba la mano, para ser visto. La llamó con un gesto y subió con sigilo las escaleras.

Joy no intentó no hacer ruido, pues acababa de llegar y no escondía nada. Trotó escaleras arriba, hasta la habitación de Bastian, quien, en cuanto ella pisó la alfombra, cerró la puerta.

 La castaña aún sujetaba su bolso y llevaba la campera puesta, cuando él la abrazó con fuerza y la besó con ternura.

—Tuve un día rarísimo —sonrió—. Te extrañé.

Pariente LegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora